Quizá Jaime Andrade Heymann (Quito, 1949) no sabe que tiene una obsesión, o parece apenas advertirla cuando es mencionada durante el recorrido por su exposición: el movimiento. En su obra, todo, de alguna manera, está moviéndose o remitiendo al movimiento. Debe ser porque se guía por esta máxima: “Sin movimiento no hay vida. Tan simple como eso”.