La historia de los regímenes autoritarios y totalitarios nos demuestra que con frecuencia han utilizado los juzgados y tribunales -la administración de justicia- para la persecución a sus adversarios y sus críticos. No para el esclarecimiento de la verdad, ni para el establecimiento de la justicia. Los ejemplos sobran. Una Función Judicial sin independencia, con jueces atemorizados y acobardados, entregados al poder e incapaces de adoptar decisiones autónomas, pensando más en la conservación de sus cargos que en el respeto y el imperio de la Ley, se convierte en instrumento dúctil y sumiso del poder. Un juicio, en estas circunstancias, no es más que el medio para camuflar y justificar la represión.
He considerado necesario y oportuno, por su trascendencia, repetirme en el tema: la demanda que el dictador de Carondelet, a título personal y privado, con un acrobático desdoblamiento, presentó contra los autores de ‘El Gran Hermano’. Es un ejemplo de coherencia política, de respeto a la libertad de expresión, de conmovedora humildad, de trato edulcorado y señorial a sus críticos, de desinterés pecuniario y, por qué no decirlo, de impecable y casi montalvina escritura: mal redactada, con puntuación incorrecta, con inconcebibles errores de sintaxis y hasta con faltas de ortografía. La grata lectura de este texto incomparable me permitió diferenciar, entre el disparate y lo ridículo, tres tonos:
Han pasado varios días y, sin embargo, todavía no he podido salir del asombro que me ha causado la demostración de erudición filosófica, versación histórica y audacia científica de que han hecho gala tres connotados integrantes de la ‘revolución ciudadana’. El dictador de Carondelet, como no podía ser de otra manera, desde su alta tribuna sabatina, ha dado el ejemplo. La prensa ha informado que ha hecho, probablemente después de complejas y reflexivas lecturas, una cita de Trasímaco, que, según Platón, habría afirmado, con incuestionable orientación autocrática, que “lo justo no es otra cosa que lo que conviene al más fuerte… Cada gobierno establece las leyes según lo que a él le conviene…”
Estos días he vuelto a leer el ‘Elogio de la locura’, el delicioso y sabio libro de Erasmo de Rotterdam. La forma de locura a la que se refiere, según expresa eruditamente en la dedicatoria a Tomás Moro, es la necedad. Esa necedad que afirma con solemnidad que siempre le ha causado “gran placer” decir de pronto cuanto se le “viniera a la boca”. Esa necedad autocomplacida con su perfección, que tiene como la “cosa más natural” entonar “sus propias alabanzas” y darse “bombo a sí misma”. Esa necedad que tiene la virtud de “distraer a los dioses y a los hombres. Si queréis una prueba de ello -nos dice-, fijaos en que apenas me he presentado en medio de esta numerosa asamblea para dirigiros la palabra, en todos los rostros ha brillado de repente una alegría nueva y extraordinaria, habéis desarrugado al momento el entrecejo y habéis aplaudido con francas y alegres carcajadas…”
Nunca he callado ante la injusticia, las ilegalidades, el abuso del poder, la represión, la corrupción, el engaño y la mentira. He creído siempre que la vida de un hombre se dignifica por la coherencia entre su pensamiento y sus actos, por la adhesión a sus convicciones, a sus valores y principios. Estoy convencido de que en una sociedad alienada y alienante, superficial y utilitaria, el éxito, entendido sólo como la acumulación de riquezas o como el triunfo sobre los demás y no sobre nuestras propias pasiones y debilidades, sobre nuestros odios, complejos y resentimientos, es insustancial y transitorio. Nunca he dudado de que el irrespeto a los otros, la vanidad y la prepotencia son deleznables. En la cárcel, que sufrí por mis ilusas luchas juveniles, comprendí que la libertad no es una concesión: es una conquista personal.