En una casa de vecindad del pueblo, vive gente trabajadora y buena. Viviendas reducidas, aunque vivibles, se agolpan en el que debe de haber sido uno de los huasipungos de la gran hacienda, entregado al indígena para su trabajo y donado al fin, a los antepasados de los actuales dueños.
En él se han ido construyendo departamentos separados por gradas y patios donde los niños corretean entre tranquilos perros ladradores, carritos sin ruedas, alguna muñeca rota e infaltables materiales de construcción amontonados a un costado del pasillo de entrada.
En un cuarto del fondo vive un zapatero anciano, pequeño y lisiado; recibe a los clientes a la puerta de la pieza muy limpia, donde tiene también el taller: su humilde y perfecto trabajo se anuncia con un letrero de cartón que en un ángulo de la puerta de calle dice “Zapatería cri cri”…
Me sonrío al leer el letrero cantarino, tan ajeno al carácter adusto del viejo y a la condición de su trabajo: esta onomatopeya no expresa ni de lejos la manipulación de cueros, badanas, clavos, tijeras, leznas… En el diccionario oficial, cricri se escribe en una palabra, e interpreta el sonido ‘agudo y monótono’ que produce el roce de los élitros del grillo.
Onomatopeya es palabra cuya ‘forma fónica’ o sonido imita el que producen, con sus voces, los animales; ciertas cosas, la música, una caída… Se supone que los hablantes de cualquier lengua oímos del mismo modo los sonidos que emiten el gallo, el pollito, el gato, el perro, el reloj, un objeto al caer, una puerta al cerrarse, y que, por tanto, las onomatopeyas, aun en distintos idiomas, son idénticas, pero no.
He aquí otro misterios del oír, del interpretar, del pensar… ¿Le suenan teuf-teuf, o kokoricó? El primero, en francés, es el sonido que interpreta la ‘respiración’ de un carro viejo… De kokorikó se dice, no me consta, que los alemanes, a pesar de su inmensa tradición musical, traducen así el canto del gallo, sonido tan alejado del quiquiriquí luminoso que nos llamaba al amanecer.
Miau, guau, pío, runrún, fácilmente atribuibles, nos son conocidos; vamos a la expresión de sonidos musicales: chin chín; ran rataplán; tan talán, tantán tantarán; tararí, tintín, tururú.
Y a chasquido, chirriar, carraspear, rechinar. A ris ras, tac tac, frufrú y tic tic; triquitraque y tris, además de paf, pum, zas, cataplán, cataplúm, pataplún, pun, zas ¿A qué le suenan trompa, tromba, tracatraca, turullo?
Si hasta la finísima palabra ‘espíritu’ que proviene del latín spiritus, ‘soplo’, parece la onomatopeya de un ‘algo que habita en nosotros, aire delicado, ligerísimo: principio generador, sustancia de lo que somos como humanos, pues, además del cuerpo, según María Moliner, constituye a los seres que piensan, sienten y quieren’.
Soplo incorpóreo e inconsútil, como fue la túnica de Cristo que se jugaron entre sí los soldados al crucificarlo. Intensa lengua de fuego interior, ni las bellas palabras ‘espíritu’ o ‘poesía’ aciertan a imitar su imposible sonido imaginario.