Hace seis años narrábamos, en un libro, una matanza perpetrada en el corazón del Yasuní. Un grupo de guerreros waorani, cumpliendo una tradición de venganza, atacó una casa taromenani y se llevó a dos niñas. De ahí en adelante, el Estado se empeñó en tapar esas muertes, sus omisiones y la negligencia de los funcionarios, que es de lo que hablaba el libro cuya circulación se quiso evitar por orden de un juez. Ahora, el mismo día que los Yasunidos protestaban por su consulta ante el CNE, el Estado ecuatoriano sellaba su lavada de manos, disfrazada de sentencia “con aplicación de principios de interculturalidad”, sin que nadie diga ni pío.
Ni el fiscal ni los ministros de entonces quisieron escuchar. Durante ocho meses evitaron llegar al lugar de los hechos. Luego no encontraron los cuerpos, sus investigaciones no arrojaron ningún resultado público, no investigaron a ningún vendedor de armas y municiones con los que los waorani llevaron a cabo su vendetta. No sancionaron a quienes se negaron a reparar a la familia de Ompure y Buganey porque no creían en la consumación de la venganza. Una vez ocurrido el ataque tampoco escucharon las propuestas de acciones para que los guerreros relaten los hechos o para frenar la guerra selvática. Amedrentaron a la prensa y a quienes supieron de los hechos, citándolos a declarar.
Luego judicializaron a los waorani en un sistema para nada intercultural. Separaron a las niñas. Mandaron a la cárcel a unos atacantes (a otros no) y les acusaron de algo que no podían entender (genocidio). Luego les soltaron. Les acusaron de homicidio y han tenido a las comunidades en vilo, presas de un sistema judicial en un proceso kafkiano en el que los acusados (en contacto inicial) no entendían nada de lo que enfrentaban (lo sabe la relatora de NN.UU.).
Luego de años de dar palos de ciego (y de gastar recursos), pusieron un traductor waorani para simular el cumplimiento de un derecho fundamental. Finalmente un tribunal los condenó como culpables, pero le dejó la responsabilidad de la sentencia a otros: a un grupo de ancianos waorani. La pena es de 200 horas de trabajo por cuatro años (cinco semanas al año), hacer chacras (¿cuántas?, ¿para quién?), una fiesta intercultural (¿estarán al menos invitados los principales afectados, los taromenani?) ah… y una inducción sobre el derecho a la vida. Se agradece que terminara, al fin, la larga farsa por el bien de las comunidades waorani. ¡Qué alivio! Pero mejor debieran cumplir esa sentencia, in situ, los funcionarios responsables de la tapadera y de la pesadilla judicial.
Como cereza del pastel, un boletín de Fiscalía dice que “Con la imposición de esta pena, la FGE garantiza la justicia y el respeto de la Constitución y la cosmovisión de los pueblos aborígenes del Ecuador”. ¿En serio?