Quizás hubiera sido mejor nunca meterse a explotar el Yasuní. Hace ocho o diez años, cuando tuvimos la opción de arrancar su extracción, lo mejor hubiera sido dejarlo bajo tierra. Pero la decisión fue explotarlo y ya se invirtieron importantes recursos públicos en su explotación. Ya hay recursos de todos los ecuatorianos destinados a sacar ese petróleo y, si queremos retroceder en el tiempo, es importante que tengamos claro el costo de mover el reloj hacia atrás.
Hace una década, cuando todavía no se había sacado petróleo del Yasuní, yo estaba en contra de su explotación. Hoy me encantaría que se pueda cerrar ese campo, pero eso requiere algo que no tenemos: un país con la madurez necesaria para entender, colectivamente, los costos y beneficios de una decisión de esa magnitud.
Los números son clarísimos: a un precio de $90 por barril (precio promedio del año pasado), los 50 mil barriles diarios que se extraen de ahí representan para el país un ingreso de divisas de algo más de $1.600 millones al año. Una parte de eso se destina a cubrir los costos de producción, otra se va a ciertas preasignaciones como universidades públicas y gobiernos seccionales y, finalmente, lo que queda se va al presupuesto del Estado.
De esa manera, habría dos efectos si se interrumpe la explotación del ITT: una caída de las divisas que entran al país y una reducción de los ingresos del gobierno. Ambas cosas se pueden solucionar, pero como todo en economía, con costos.
Y la solución pasa por reducir el tamaño del Estado lo suficiente como para que la economía se achique lo suficiente como para dejar de necesitar esas divisas. Y la única manera de hacerlo es desapareciendo los subsidios a los combustibles. Eso bajaría el gasto público (habría cero subsidios), lo que rebotaría en una economía lo suficientemente más pequeña como para sobrevivir sin los $1.600 millones que dejarían de entrar el país. Paralelamente, se mejorarían las finanzas públicas.
La tragedia es que hay que reducir el tamaño de la economía para que ya no se necesite esas divisas y no se genere algún desequilibrio que ponga en riesgo a la dolarización.
Si no hubiéramos entrado a explotar el petróleo del Yasuní, el gobierno habría tenido menos ingresos y, quizás, habría mantenido sus gastos más controlados. Hasta podría haber reducido sus subsidios a los combustibles. Hoy, si se quiere cerrar los pozos del Yasuní, hay que tener claro el costo de hacerlo, es decir, pasar a tener una economía más pequeña. Quizás más ecológica, quizás menos dependiente de los recursos naturales, pero definitivamente más pequeña. ¿Tenemos un país con la madurez para aceptar eso?