Cuántas veces, con mis viejos amigos y amigas, hablamos de vivir todos juntos cuando estuviéramos viejos. Cuántas veces, en una de estas comidas que nos reunían, hacíamos bromas de cómo sería nuestra casa comunitaria, cómo queríamos morir, pero, sobre todo, cómo queríamos vivir justo antes de morir.
Y sí, era un proyecto colectivo, un poco a la semejanza de la película que está en cine actualmente llamada ‘¿Y si vivimos todos juntos?’. Una comedia triste, algo banal y, sin embargo, valiente por mostrar a estos grandes actores de mi generación: hombres y mujeres ya viejos, ya marcados por los inclementes años y los estragos de la vejez.
Ahí está el fatal cáncer, la aparición lenta pero inexorable de la demencia senil, la tensión alta, la sexualidad siempre presente, sí, claro que sí, siempre presente y al mismo tiempo tan encubierta -de esto no se habla cuando uno, y mucho menos una, tiene 70 años-. Y los defectos, estos que con los años se vuelven insoportables para el entorno.
Pero está también la amistad, que logra perdurar a pesar de todo. La amistad, que nos salva de saber que la muerte está ahí, a la vuelta de la esquina, y que solo ella logra vencer por un rato la idea de la muerte o por lo menos hacerla soportable.
Y sí, pensé mucho en los numerosos proyectos que, parecidos, construimos imaginariamente con algunos muy buenos amigos.
Teníamos clara la compra de un terreno, en tierras ni muy cálidas, ni muy frías, ni muy cerca, ni muy lejos de una ciudad; teníamos clara la construcción de una casona en medio de un entorno verde, donde cada uno pudiera tener su rincón individual -todos y todas ya habíamos superado las épocas del comunitarismo hippy y aprendido a gozar del delicioso individualismo-, previendo, eso sí, lugares comunes, talvez un salón grande con todas las comodidades modernas, para cine y música, que nos permitiría seguir debatiendo de política, de literatura, de música, saboreando un buen vino o ron cubano.
Estaría también una gran cocina colectiva. No hay nada más rico que cocinar juntos. Y me acuerdo de que también pensábamos en alguna hierbita milagrosa, no tanto para los dolores de estómago, sino para aquellos del alma.
Todos y todas teníamos entre 35 y 40 años cuando soñábamos. Hoy, todos tenemos entre 65 y 75 años. Nunca perdí contacto con estos viejos amigos de mis primeras décadas colombianas. Uno de ellos ya no está. Y ya es tarde. Ya sabemos que ya es tarde.
Cuando nos volvemos a encontrar todos, ya no hablamos de ese viejo proyecto, talvez porque nos da rabia con la vida que nos invadió, que nos asaltó y no nos dejó dar salida a este sueño que hubiera debido concretarse antes de que fuera tarde. Porque, además, este sueño, que nos habitó en los años 70 y 80, debería volver a pensarse para muchos de nosotros, muchas de nosotras, cuando lo único que hay en el horizonte es una vejez solitaria y algo amarga.