Nuestro ‘buen dictador’ está nuevamente empeñado en un juicio y, como antes, hemos sido condenados a presenciar los mismos procedimientos de ‘espontáneo respaldo popular’, entre gritos, insultos y amenazas, que convierten las diligencias judiciales en degradantes actos políticos. ¿Es lícito y ético utilizar el poder, con toda su fuerza y su parafernalia, con impropias declaraciones públicas, para presionar y amedrentar? ¿Los jueces, conscientes del origen de sus nombramientos, actuarán imparcialmente y con estricto respeto a la ley? ¿No estamos presenciando acaso, gracias a la ‘revolución ciudadana’, un peligroso proceso de instrumentalización y sometimiento de la administración de justicia? En estos días, mientras hacía esas preguntas, leí una admirable carta de Simón Bolívar, fechada en abril de 1825, enviada desde Lima a su hermana María Antonia, sobre un juicio privado. No público. Cedo a la tentación de transcribir su texto fundamental: “Yo no escribiré a ningún juez sobre el pleito de Lecumberry, por más que tú te empeñes. No quiero exceder los límites de mis derechos, que, por lo mismo que mi situación es elevada, aquellos son más estrechos. La suerte me ha colocado en el ápice del poder; pero no quiero tener otros derechos que los del más simple ciudadano. Que se haga justicia y que ésta se me imparta si la tengo. Si no la tengo, recibiré tranquilo el fallo de los tribunales”.
Esta carta, que fue escrita cuando Simón Bolívar ejercía la presidencia de Colombia y la dictadura del Perú, nos entrega varias lecciones encomiables: la negativa, ante pedidos familiares, a intervenir y presionar a los jueces; que el poder, antes que otorgar más derechos, los limita; que el gobernante, aun en el “ápice del poder”, no tiene más derechos que los del “más simple ciudadano”; que se debe respetar la libre e independiente actividad de los tribunales y aceptar con tranquilidad sus fallos. ¿Cómo emular a Bolívar con comportamientos contrarios y deleznables? El poder no puede ser -no debe ser- utilizado para manipular la administración de justicia y obtener -como hemos observado- beneficios políticos y pecuniarios.
Entre esas dos actitudes, que expresan visiones distintas y opuestas sobre el ejercicio del poder y sobre la independencia de la administración de justicia, hay un abismo insalvable: el que existe entre el político vulgar aferrado a la defensa de intereses personales y el estadista decidió a trascenderlos, entre la servil imitación de proyectos ajenos y la capacidad para construir un camino original y propio, entre el resentimiento que busca la revancha y la sumisión y el don estimulante y creativo de la libertad, entre la deshonestidad y la conducta ética, entre el abuso y el respeto, entre la mezquindad y la generosidad, entre la pequeñez y la grandeza…