Parece que la era digital estaba a la espera de Pink Floyd, uno de los grupos de rock más notoriamente tecnológicos. Hoy el tiempo digital se frota las manos y se relame los bigotes. Nostalgia por el vinilo aparte, la remasterización de los discos floydeanos abre las compuertas de antes ignorados mundos, franquea el acceso a distintos e insospechados sonidos, significa la potenciación de una vieja relación con la fastuosa y compleja música de la banda inglesa: lo digital revigoriza el viejo culto. Producto de las nuevas técnicas los laberintos floydeanos resultan ahora más enmarañados, indescifrables y profundos que antes, los ecos son más recónditos que nunca, los ruidos de relojes son más arrebatadores y fácilmente conducentes a la demencia, los gritos y los diálogos de los chiflados llevan más rápida y decididamente hacia la neurosis, el tableteo de cajas registradoras resulta más enfático hoy.
Más que un redescubrimiento se trata de la reconfirmación de una vieja e ininterrumpida aventura sónica, de una puesta al día de viejos postulados jamás discutidos. No se trata de un reencauche. No es el caso de una simple reedición. Escuchar de nuevo a Floyd equivale a una nueva experiencia. Es, quizá, el desentrañamiento del verdadero Pink Floyd, de la resonancia, del tono y de la técnica que quisieron lograr hace cuarenta años o hace treinta años y que nunca han perdido vigencia. Pero no todo queda ahí, revisitar a Pink Floyd, escucharlo con una nueva y fresca perspectiva significa renovar y reafirmar todos los detalles de su música, su obsesión por las texturas, por lo viscoso y por el mar de fondo. Así, la era digital reafirma a Floyd en su merecido esplendor: la recurrente testarudez por el rasgo preciso, a ratos la imposibilidad de superar la melancolía, la capacidad por alzar el vuelo perfecto, la concepción de la música como un producto visual al tiempo que sonoro, en definitiva la concepción de una música que camina por los contornos de la arquitectura y del diseño.
Remasterizar a Pink Floyd significa, además, rehabilitar parcialmente y para bien las viejas y conocidas discordias entre Roger Waters y David Gilmour. En una esquina Waters con su ego catedralicio y con sus preocupaciones políticas. En la otra Gilmour, el inesperado reemplazo del extraviado Syd Barrett, con sus complejos de ser el segundo a bordo. Sin embargo este antagonismo –uno de los más acreditados de la historia del rock- se diluye y hasta se enriquece gracias a las espectaculares líneas de bajo de Waters (ahora más limpias y diamantinas que nunca, por la digitalización) y a las notas sostenidas de blues de Gilmour, impecables y agudas como siempre.