Una de las cosas buenas de la cuarentena es haber mandado a millones de hombres de vuelta a la cocina. Me refiero en especial a intelectuales, funcionarios, comunicadores y otros especímenes de la clase media para arriba. Pero así como en las carnicerías de barrio venden la carne con el hueso, el redescubrimiento del arte culinario ha traído aparejadas las demás tareas domésticas y ese ya es otro cantar. Porque cualquiera puede limpiar los cuartos y trapear la cocina un par de veces, pero a la tercera la cosa se pone color de hormiga. Perdón: color de coronavirus. Desglosemos.
No, no voy a darles la lata describiendo el modo en que preparo un chupé de corvina, ni cómo quemé el otro día el hojaldre cuando intentaba seguir los pasos de un tío abuelo arquitecto que dominaba la pastelería; ya está llena la red de señores filmando sus menjurjes. Recordaré más bien que hace 20 años tuve el gusto de recorrer el Ecuador probando cientos de platos y juntando recetas para mi libro sobre el tema, el único libro que literalmente me dio de comer pero que en este encierro sirve de poco pues la elaboración de la mayoría de los platos tradicionales requiere de variedad de productos frescos, de hierbas como la chillanga y de alegres comensales para que valga la pena el esfuerzo. Ahora que nos sobra tiempo nos falta lo demás, aunque ello no impide aventurarse con simplezas como los llapingachos, el mote pillo, o un sango de camarón que le llora a la cerveza roja.
Pero una cosa es fungir de aprendiz de chef; otra, ser al mismo tiempo pinche de cocina y empleada doméstica. No me malinterpreten: cuando era joven, feliz e indocumentado en París hacía la limpieza del apartamento de un florista muy chic a cambio de unos buenos francos y un cuarto en el altillo. Fue como aprender a montar bicicleta: no te olvidas nunca más de cómo limpiar una alfombra o tender bien una cama. Además, durante la jornada de tres hora hacía descansos para beber del Côtes du Rhône del patrón, que nunca me reclamó.
De suerte que al inicio de esta cuarentena apliqué mi know how parisino, pero a la segunda copa de vino dejé de limpiar la sala y me puse a oír tangos. Confieso que fue tenaz escuchar a Goyeneche a las 10 de la mañana cantando: “Sur, una luz de hospital/ Ya nunca me verás como me vieras…” Ni a él ni a nadie después de esta pandemia que nos instaló de golpe en la niebla del futuro.
¿Qué pensarán los neoliberales, que siempre quisieron recortar las funciones sociales del Estado? En su columna, Alberto Dahik compara el nuevo marco legal que necesitamos… ¡con un libro de cocina! Pero aclara: “nosotros sabremos qué receta preparamos y a qué hora comemos. Si el Gobierno pretende darnos el libro y venir a nuestras casas a cocinar, la comida saldrá mala y todos terminaremos intoxicados”. Me jodió el artículo.