Al leer el título que he puesto en estas líneas, muchos pensarán que me refiero a la inminencia de la visita pontifical al Ecuador, y para no desengañarles puedo decirles que sí, que también me refiero a ese hecho, del cual resultará indudablemente una renovación de la fe, que será casi siempre uno de esos fervores noveleros que a veces nos invaden, con ocasión de ciertos hechos que parecen alterar la monótona continuación de las rutinas. Por desgracia, después de ese aparente despertar, volveremos a la vida acostumbrada, con sus hallazgos y sus trampas, sus congojas y alegrías, con sus éxitos brillantes y sus duros reveses, su indiferencia culpable y sus exaltaciones pasajeras. Concedo, sin embargo, que habrá una minoría que se sentirá tocada de verdad, en el fondo de la intimidad de su conciencia, y sentirá que esa visita ha marcado en su vida personal un hito decisivo: ojalá esa minoría pudiese hacer el papel de una levadura.
Pero al margen de esta fugaz alteración coyuntural, a lo que he querido referirme es a otra cosa: los hechos ocurridos a lo largo del mes que ha concluido nos han mostrado claramente que hemos llegado a un límite, ese límite que aparece de tiempo en tiempo en la vida de los pueblos y es el comienzo de una nueva etapa en el ir de la historia. Algo ha cambiado en nuestra sociedad, y es la ruptura de un dique. Los años de la ilusión han concluido y la peor apuesta que podremos hacer sobre el futuro es la que espera prolongar la imposibilidad de las promesas.
Viejos maestros enseñaron que la vida humana consiste en realizar o malograr propósitos, y que nada es más equivocado que persistir en los empeños que fracasaron ya por irreales: nunca se debe olvidar que hay una diferencia entre la obcecación y la constancia. Cambiar las estrategias, modificar las rutas, trazar nuevos mapas en el incierto horizonte, es -en cambio- convertir en maestra a la experiencia.
Los ecuatorianos hemos pasado varias veces por situaciones parecidas en el curso de una sola vida, lo cual habla de un ritmo acelerado en la historia que vamos construyendo. Quizá por eso es necesario aguzar los sentidos para percibir más claros los signos de los tiempos. Los nuestros no se apartan de los tiempos del mundo, y nada podrá garantizarnos que estamos preservados de los males que a otros atormentan. Ni el miedo ni la confianza ciega podrán aconsejarnos, sino la lúcida audacia que es hermana de la sabia prudencia.
Vientos nuevos han empezado a soplar en estos aires de verano, y a veces son de aquellos que se muestran capaces de derribar los árboles que se creían con raigambres más fuertes. Habrá que hacerles frente, porque no se los puede detener ni desviar; pero con ellos incluidos habrá que desandar las rutas sin salida para emprender nuevos caminos, conservando, eso sí, el común objetivo de encontrar mayor justicia, solidaridad consistente, igualdad efectiva, libertad sin afeites.