Entre las opiniones que se han expresado en estos días sobre la posibilidad de una nueva consulta popular para decidir el destino del Consejo de Participación Ciudadana, me pareció muy sensata la que este diario publicó el domingo pasado bajo la firma de la señora Daniela Salazar, a quien no conozco: reducida a lo esencial, llama la atención sobre la necesidad de debatir con mayor seriedad y profundidad sobre los temas que serían puestos a consideración del elector, sin que esto signifique oponerse al mecanismo de la consulta, por considerarlo como la más pura expresión de la democracia.
Confieso, sin embargo, que me asalta inmediatamente un temor casi insuperable: ¿es realmente posible lograr un debate que sobreponga la razón a las pasiones? ¿hay antecedentes en nuestra historia sobre un comportamiento ecuánime al decidir sobre las cuestiones capitales de nuestro convivir político? Desgraciadamente, creo que no. Admito de antemano que puedo equivocarme; pero me parece que desde 1830 el Ecuador vive sometido al viento huracanado de las pasiones políticas, cuya raíz está en la necesidad visceral de defender los propios intereses, radicalmente incompatibles con los intereses del vecino.
Quizá por esta causa, agravada por la lentitud del alfabeto para llegar a todos los rincones, nuestra democracia no ha terminado de cuajar todavía y hay momentos en que no sabemos qué hacer con ella. El Ecuador se parece mucho a aquel personaje de Cortázar que decidió ponerse un pulóver para protegerse de los primeros fríos del otoño, pero se enredó de tal manera en un embrollo de mangas y cuello y lana azul sofocante, que verificó lleno de angustia la reducción creciente de su capacidad de movimiento, hasta que terminó cayéndose desde el piso doce por la ventana abierta para recibir las últimas brisas del verano (“Que no se culpe a nadie”, Final del Juego, 1964). En otras palabras, más que una democracia, la nuestra es un simulacro de democracia; un simulacro en el que cada uno pretende saber cómo sacar la cabeza de los embrollos que se arman a cada rato, pero en realidad nadie atina y todos quedamos sofocados: “En el fondo, la verdadera solución sería sacarse el pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la entrada correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello (o sea, digo yo, empezar de nuevo) pero la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera ridículo renunciar a esta altura de las cosas…”
¿Qué hacer entonces? No podemos cortarnos la mano que nos sobra; tampoco queremos caernos desde el piso doce de la historia, de nuestra triste historia republicana. ¿Esperar la solución sensata, la de volver a empezar como Dios manda, o la solución apasionada de bregar y bregar con un intríngulis de leyes? Unamuno escribió que solo se aprende a vivir viviendo. La democracia, practicándola una y otra vez hasta acertar con la manga… Pero falta saber si hay tiempo todavía.
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