Nuevamente actuó el fanatismo asesino. Con un ataque brutal ha segado la vida de más de un centenar de inocentes ajenos a cualquier evento, causa o situación que aquellos enceguecidos por el odio dicen reivindicar.
Manipulados por sus líderes buscan dar golpes de efecto para crear, al interior de los países desarrollados, una corriente de opinión que se oponga a los ataques que los países de la Alianza Atlántica realizan contra sus instalaciones y campos de entrenamiento. Conocedores que en los territorios que ocupan muy difícilmente pueden ser derrotados por las antiguas fuerzas de esos países, ahora fragmentados hasta volverse irreconocibles, sienten que el único poder que los amenaza es el de las potencias que no los dejan consolidarse a sus anchas. Ahí hay que golpear y la única forma es sembrando el terror y el pánico en las calles de países europeos y en Norteamérica, para dar la impresión que pueden abarcarlo todo y que nadie está seguro ante su amenaza; que la forma de evitar que sus células se activen es dejarlos seguir cometiendo sus fechorías en contra de las poblaciones civiles, a las que extorsiona y masacran sin contemplación de ninguna clase.
Sin duda, en este escenario complejo la seguridad ha pasado a ser la gran damnificada. Nadie puede sentirse a salvo de que, en determinado momento, suicidas enajenados puedan arremeter contra cualquier objetivo, sin importarles en lo más mínimo la suerte de mujeres, niños, ancianos que pueden quedar atrapados bajo el fuego de sus armas asesinas. Pero son precisamente sus alevosos ataques los que otorgan las justificaciones adecuadas para evitar que estos diversos ejércitos de asesinos se consoliden, se hagan fuertes, expandan los territorios en los que operan; en suma, que se conviertan en una amenaza de mayor envergadura que destroce a sus pueblos, se convierta en un dolor de cabeza para sus vecinos y que, ampliando sus recursos, terminen creando redes de infiltrados que puedan actuar en cualquier ciudad o país a los que identifiquen como enemigos.
No se puede, por evitar convertirse en objetivo, quedarse con las manos cruzadas ante una visión ultrista que identifica como enemigo, bajo interpretaciones forzadas de creencias que no han sufrido alteración alguna desde un poco más adelante del siglo VI de nuestra era, a todo aquel que no comulga con esa fe o enseñanzas. Si hasta hace dos siglos a nombre de la religión se cometían barbaridades, estas ya no tienen cabida alguna en el mundo moderno y a nadie se le ocurriría, si está en sus cabales, retornar a tiempos inquisitoriales o de cacerías de brujas. Sin embargo, en creencias distintas se continúan con prácticas que ahora simplemente pueden ser calificadas de aberrantes.
Pero si no se hace nada, la amenaza continuará. Las calles se seguirán ensangrentando hasta que la racionalidad retorne al menos en un ínfimo grado. Hasta que eso suceda no queda sino continuar luchando para alcanzar un mundo en que un choque de civilizaciones, de proporciones inimaginables, no sea inminente.
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