Hoy, el día de unas elecciones presidenciales decisivas para la consolidación en el poder de Nicolás Maduro, quiero repetir las palabras de un amigo venezolano exiliado: “nunca en la historia un país más pequeño (Cuba) había dominado y sometido a un país más rico y poderoso (Venezuela). Esta es nuestra triste historia”.
La frase lapidaria de este profesor universitario que no pertenece a ninguna élite económica quedó rondando en mi cabeza. Y es que mirando en retrospectiva, todo parece indicar que el proceso de consolidación de una dictadura del Partido Socialista Unido de Venezuela –PSUV- fue trazado hace rato. Por lo menos desde aquél fatídico 12 de abril de 2002, cuando a un sector de la clase empresarial venezolana se le ocurrió hacer un golpe de estado contra el entonces popular presidente Hugo Chávez. Tal vez la idea de convertir a Venezuela en otra Cuba revolucionaria estuvo mucho antes en su mente, pero no cabe duda que la intentona golpista le dio los justificativos para imitar el experimento socialista que Cuba había podido sostener incólume por tantas décadas.
Venezuela, como Cuba en la década de los 60, desmanteló poco a poco los elementos esenciales para el funcionamiento de una economía de mercado: ninguna garantía a la propiedad privada de individuos o empresas minó la confianza en la oferta de bienes y servicios.
Esto generó la excusa perfecta para culpar del estancamiento económico a “los enemigos de la revolución”, lo que a su vez generó más expropiaciones y la justificación perfecta para que los revolucionarios coopten todos los espacios esenciales de mercado. Desde ahí, la escasez no está lejana.
Mientras haya beneficios económicos para las grandes mayorías pauperizadas, esto puede mantenerse y hasta convertirse en justificativo para ahondar aún más la apropiación del Estado de todos los medios de producción, tal como lo indican los manuales marxistas-leninistas. Del lado político, los aparatos gubernamentales se encargan de reclutar partidarios-clientes, que deban su supervivencia al respaldo gubernamental. Obviamente, esto requiere déficit, deuda y engrasar los mecanismos de corrupción para garantizar fidelidades al “proceso”.
La cuerda se rompe por economía política simple. Una escasez mal manejada lleva a la hambruna, a una crisis humanitaria. Entonces, ya sólo queda represión, masivas violaciones a los derechos humanos barnizadas por elecciones periódicas donde generalmente el líder máximo gana con más del 70% de los votos válidos, ya sea por el fraude ha sido afinado como sistema ó, peor aún, porque el miedo y el hambre no deja a la población alternativa. Cuba perfeccionó el proceso por décadas –hambre incluida- por qué íbamos a pensar que no podía hacer lo mismo Venezuela. Lo peor, América Latina sigue mirando para otro lado frente al sufrimiento de nuestros hermanos venezolanos.