Somos útiles y, al mismo tiempo, irrelevantes. Somos cosa desechable, instrumento para construir el poder, excusa para dominar, carátula de legitimidades que no existen.
Somos masa, materia prima sobre la que actúan las estrategias que sirven a cualquier aspirante a redentor. Somos el pueblo, o más bien, el público al que se destina el espectáculo, el show y la propaganda. Somos el oyente del discurso de la felicidad y del éxito a la vuelta de la esquina.
Cada vez que se aproximan las campañas, siento que el pragmatismo que impera nos hace “útiles” y, al mismo tiempo, irrelevantes. Útiles para consolidar poderes ajenos con nuestros votos, para llenar estadios y escuchar discursos, satisfacer vanidades y encender pasiones. Crece en mí, a la par, la sensación de irrelevancia, porque después de las elecciones, a nadie la interesa la suerte de ese anónimo votante, de ese insignificante consumidor, de ese mínimo sujeto que forma parte de la multitud que atiborra las ciudades.
El sentimiento de “irrelevancia ciudadana” que nos va ganado es la expresión concreta de que la democracia atraviesa la más seria crisis de los tiempos modernos, tan grave, persistente y extendida, que podríamos hablar sin ambages de una franca decadencia, derivada de la política del ilusionismo y la demagogia, de la caducidad de las instituciones y de la transformación de las repúblicas en nidos de populismo. El régimen presidencial genera cada vez más dudas. Las constituciones parecen novelas de mala factura, sin más función que aparentar una legitimidad que no existe. La ley en un referente sin sustancia, una regla que se acomoda, se reforma, soslaya o interpreta. Lo que existe es voluntad de poder, apetito de ganar, vocación por dominar.
La sensación de que la ciudadanía ha perdido la noble connotación que alguna vez tuvo, y de que, por arte de manipulación y discurso, se ha reducido a tópico vacío, nace del hecho de que, una vez consolidado el poder por la vía del electoralismo y concluido nuestro iluso y precario protagonismo, volvemos a ser prescindibles, retaguardia de segunda categoría, público al que hay que entretener para que no incomode, hasta cuando nos necesiten para el próximo episodio.
En la larga época nublada que vivimos, entre arrebatos, sabatinas y show, se dieron el lujo de devaluar la ciudadanía, y hacer de nuestra titularidad cívica un afiche promocional que permanece en los rótulos que saturan las carreteras, como testimonio de la decadencia de la democracia y de la transformación de la república en predio para uso del populismo.
Convertirle al pueblo en público consumidor, a la política en espectáculo semanal, y a la ciudadanía en artículo de promoción personal, ha sido quizá la más nefasta y dolorosa herencia que nos dejaron.