El 12 de octubre de 1936, los estudiantes de la Universidad de Salamanca se disponían a iniciar junto a todo el claustro profesoral la ceremonia conmemorativa de la fecha que entonces se llamaba Día de la Raza, cuando irrumpió en el acto el general Millán Astray, flamante jefe militar de la región, que había sido designado por el comando de la sublevación falangista contra la República española. Era un militar baldado, porque había perdido su brazo izquierdo en la guerra de Melilla; pero era aún más baldado de talento: usando su único brazo para hacer el saludo que fue común a todos los fascismos, lanzó un grito espeluznante: “¡Abajo la inteligencia! ¡Viva la muerte!”.
Don Miguel de Unamuno, que desempeñaba el rectorado de la Universidad, tildó inmediatamente esa expresión como una “aberrante paradoja”, y pronunció un vibrante y lapidario discurso, distinto del que había previsto para la ceremonia, terminando con estas palabras: “Venceréis, pero no convenceréis”. Inmediatamente se retiró a su casa, y no salió de ella hasta su muerte, que se produjo el 31 de diciembre de aquel mismo año. Según uno de los amigos que le visitó en sus últimos días, su repentina enfermedad tenía un origen muy claro: “Me duele España” -le había dicho.
Esta escena inolvidable parece repetirse cada vez que se produce un enfrentamiento entre el poder (político o militar) y el saber o la cultura. Legítimos o no, pero siempre legitimados por interesadas maneras de leer la ley, diversos son los medios de los que se vale el poder para sojuzgar al saber, a la crítica, a la libertad de pensar y de juzgar la realidad. Habida cuenta de sus recursos, es muy frecuente que pueda imponerse y silenciar transitoriamente la voz de los que piensan y persiguen el saber. En otras palabras, frecuentemente puede vencer; pero nunca puede convencer. La verdad jamás está de su parte y termina por ponerse al descubierto, más temprano que tarde. Se reedita así, en cada ocasión, el viejo juego del gana-pierde: imponiéndose sobre el saber por la fuerza de un dudoso recurso a la ley, el poder puede ganar, pero siempre termina por perder. Cada una de sus intervenciones de ese tipo es un paso en falso.
Las instituciones que, como ahora la Universidad Andina Simón Bolívar, resisten esos embates, pueden incluso ser “tomadas”, pero el saber es el ave Fénix: siempre renace de sus propias cenizas y lo hace con la fuerza del pensamiento. Esa misma fuerza de la que es actualmente un ejemplo continental la sede ecuatoriana de la universidad creada dentro del sistema andino, cuya existencia, desde su propio nacimiento hasta su actual consolidación académica como uno de los institutos superiores de mayor solidez en la región, se debe al trabajo tesonero y visionario de Enrique Ayala Mora, sin duda uno de los más brillantes y vigorosos intelectuales del Ecuador contemporáneo. Vinculado también a esa Universidad por una fugaz contribución a su labor, no puedo menos que solidarizarme con su lucha en defensa de la dignidad y la autonomía del saber.