La primera acepción de populismo es ‘popularismo’, ‘tendencia o afición a lo popular en formas de vida, arte, literatura’.
Sufrimos un falso popularismo, a medias demagógico y ‘artístico’, en cuadros de colores y caritas redondas y ojos redondos y redondeces existentes solo en la redonda imaginación de ciertos ‘artistas’, igual que en poemas compasivos y olvidables, aunque también es cierto que las grandes obras de arte o de poesía resultan del más valioso popularismo, (¡la polisemia de nuestras expresiones!).
Lo mejor del popularismo nada tiene que ver con el populismo que, según exhausta definición del Diccionario de la Lengua Española, es ‘la tendencia política que pretende atraerse a las clases populares’.
Al populismo debemos las gravísimas consecuencias –que apenas empezamos a sufrir- de la correada década, coreada a balidos por infatigables borregos que hoy, con caras de ídem, dizque siguen ‘representándonos’ y lucrando…
El populismo, por desgracia, no es una entelequia: encarnado, se encaramó en el tinglado semanal; aduló, prometió, acortó distancias respecto del pueblo, cantó, bailó, hizo el ridículo cuantas veces creyó necesario: repartió sonrisas y sánduches entre los tornasoles del insulto, la burla y el odio ‘debidos’. Fue espectáculo para el pueblo, saltimbanqui, acróbata, histrión, púgil y contorsionista: él fue el circo, lo suyo fue payaseo y maroma en la arena convertida en vomitorio, hacia el multitudinario saqueo del pueblo, hambriento de certezas, de trabajo y de educación.
Nada iguala a la perfecta muestra de populismo vivida y nada menos revolucionario que las revoluciones anunciadas: la castrista o medio siglo de desgracia para el hermoso país caribeño; la bolivariana que entroniza a cháveces y maduros y expolia a su pueblo hacia el actual espanto; la del siniestro y enfermo ortega y su ídem esposa; la de morales, la menos indecente, en plan de eternizarse, y la nuestra, ¡Dios santo!…, de pandillas de delincuentes enriquecidos que provocan nuestra desembocadura en la miseria que apenas entrevemos.
Bien por quienes se arriesgan, como César Montúfar, como los componentes de la única Comisión Anticorrupción, cuyos miembros sufrieron calumnia y persecución; bien por los que vivieron injusticias, prisiones y exilios por haber esbozado la triste verdad de lo vivido.
Bien por el contralor, que descubre día tras día las mentiras colosales ‘gracias’ a las cuales tenemos un país en soletas… Por desgracia, no protestamos o protestamos poco. Vivimos viendo pasar la vida tras la cortina de la ventana, como pensando ‘esto no va contra mí, esto no me toca’.
Fuente de nuestras decisiones como votantes son el populismo osado de los candidatos que sufrimos y sufriremos, y su demagogia: ‘degeneración de la democracia consistente en que los políticos, mediante concesiones y halagos a los sentimientos ciudadanos tratan de conseguir o mantener el poder’ y nos muestran que la vida política ecuatoriana se halla a años luz de la deseable e inalcanzable democracia.