El reciente atentado en Noruega, en el que murieron cerca de 80 personas, ha conmovido al mundo, en primer lugar porque ocurrió en un país rico y próspero, en donde los valores de la democracia han llegado a niveles ejemplares. Además, porque su autor -un extremista de derecha- confesó el crimen pero dijo no estar arrepentido porque, con su insana acción, quiso “salvar a Europa de la invasión musulmana”.
Un comentario de la prensa europea afirma: “la oposición hacia los inmigrantes (especialmente musulmanes)… ha demostrado ser una poderosa fuerza política y… un incentivo a la violencia”.
No hay duda de que este crimen tiene también una raíz patológica, agudizada por una visión nacionalista de fenómenos modernos como la globalización y las migraciones. Tal concepción extremista se expresa en un discurso que divide e incita a los pueblos a lanzarse unos contra otros. Los inmigrantes son víctimas frecuentes de esta insana actitud. Quienes defienden la “identidad nacional”, negándose a aceptar la realidad compleja de las mutuas dependencias y de la globalización, pueden caer en la pendiente de los extremismos, sin reflexionar quizás sobre uno de los subproductos de esa ceguera voluntaria: la creación de una sociedad de enemigos, de rivales irreconciliables, de maniqueístas duros que, al sobrepasar los límites de la razón, hacen posibles tragedias como las de Oslo y Utoya.
La extrema derecha ha logrado avances en Europa, singularmente en Holanda, Italia y Francia. En los países nórdicos se siente también esa tendencia. Se creyó que los horrores y crímenes de la Segunda Guerra Mundial servirían de lección para que las sociedades se organicen sobre la base del respeto a los derechos y libertades del ser humano, pero no ha sido así.
Esas perniciosas doctrinas, acompañadas de sus ritos y símbolos han vuelto a surgir, no solamente en Europa. La tragedia de Noruega debe llamarnos a la reflexión. La mente criminal de su autor le llevó a pensar que todo era justificable para imponer sus prejuicios. Las grandes tragedias de la historia no surgen de la noche a la mañana. Son resultado de un proceso que, con frecuencia, comienza pregonando la necesidad del cambio pero que, poco a poco, modificado por la intolerancia, el irrespeto a quienes piensan diferente y la prédica del odio, llega a propiciar actitudes extremas que pueden derivar en fundamentalismos. El endiosamiento de un líder mesiánico -de izquierda o derecha- puede llevar a que turbas de camisas pardas o negras, “para salvar a Europa”, ataquen al ciudadano que piensa diferente. Se habrán perdido las libertades, se habrá impuesto el infierno en la tierra. Para que así no ocurra redoblemos nuestro compromiso con los valores de la civilidad que propician la paz y el entendimiento entre todos.