Siento que el tiempo de la jubilación es un tiempo amable para ejercer la memoria. Decía Borges que somos lo que recordamos. Por eso, deseo mantener vivo el recuerdo de lo vivido, por contradictorio que haya sido. Quizá así las quiebras del pasado dejen lugar a un futuro de sanación y de paz. A estas alturas de la vida prima en mí el recuerdo bello de las cosas buenas. Son palabras que escuché e interioricé en el monasterio de la Armenteira, en mi tierra gallega, cuando las hermanas Trapenses bendecían a los peregrinos camino de Santiago.
¿Sabré mantener viva la memoria en la penúltima vuelta de la vida? Me ayuda a ello la fe en Jesús, la memoria de lo vivido en comunión de fe y de amor con la Iglesia, la esperanza alimentada en mi pobre corazón y en el corazón de la gente a lo largo de la vida. Pero me ayudan también (y hoy se lo comparto con franqueza) los rostros de las personas que me acompañaron y sostuvieron con su amistad. De su mano descubro que la gratitud es la memoria del corazón. Ellos me enseñaron que lo que da valor a la vida no es la condición social, ni el cargo desempeñado, ni el éxito logrado en la palestra de la vida, sino la capacidad de amar y de suscitar compasión.
No todos los rostros han sido amables. He conocido también el rostro de la maldad, de la difamación y de la venganza, cuando la fuerza de la ideología o del resentimiento anulan la justicia y la compasión. En cualquier caso, las relaciones humanas han sido siempre un aprendizaje y una oportunidad para conocer mejor el corazón humano y confiar en Aquel que sabe más, mucho más, que nosotros.
Y los libros. También ellos me han ayudado a mantener viva la memoria. Los libros que me han acompañado durante toda la vida, resistentes a préstamos y traslados, y que se han ido haciendo viejos conmigo.
Todo ello me ha ayudado a comprender que la memoria es la sal de la vida.