Los subsidios favorecen a personas o estimulan actividades. Cuando son a cargo del Estado, no deben favorecer ni a las clases pudientes, ni a los que no lo necesitan imprescindiblemente, ni estimular actividades ilícitas o inconvenientes. Hacerlo desfigura su razón de ser, que es ayudar a personas que lo necesiten por su situación de pobreza, y en el caso de actividades, porque las hace ineficientes y, así, no competitivas, y, más grave aun, en el caso de los combustibles, porque estimulan el contrabando, con todas sus secuelas negativas.
El consumo de combustibles es el que mayores recursos de subsidios absorbe.
De los vehículos que los consumen, la mayor parte son de particulares: el 27% de la población se moviliza en vehículos particulares; el 73% utiliza el transporte público.
Es decir, que el subsidio de miles de millones de dólares es para el 27% de la población. ¿Es eso justo? Como usan combustible barato, circulan más de lo que deberían. Y, además, se estimula la adquisición de más vehículos.
Solo en Quito circulan más de 500000 vehículos, convirtiendo la movilidad en la ciudad en un tormento costosísimo. Aumenta con eso la contaminación: los vehículos son los que más producen CO2, ozono y partículas suspendidas. La situación se agrava cuando, como en el 2018, se alcanzó un nuevo record de venta de vehículos, la mayor parte importados, de lo cual pueden alegrarse solo los distribuidores.
¿Se justifica el subsidio a los combustibles si es esta la realidad?
Evidentemente no. Su precio reducido artificialmente le cuesta miles de millones al Estado, en beneficio de una minoría.
Si en Colombia y Perú, nuestros vecinos cercanos, la gasolina cuesta muchas veces más, los precios bajos, subsidiados, convierten el contrabando hacia esos países en un pingüe negocio, que permite cualquier riesgo y alienta la corrupción.
Lo mismo sucede con el gas de uso doméstico. Si en Colombia cuesta diez veces más y en Perú quince, es imposible que no haya un inmenso contrabando, porque semejante diferencia de precio permite cualquier soborno y una utilidad mayor que cualquier inversión legítima. Como en el narcotráfico -guardando las proporciones- las utilidades son tan grandes que permiten la organización de ejércitos y la penetración en todos los estamentos de la sociedad.
Focalizar el subsidio al gas para que beneficie a quienes realmente lo necesitan es un imperativo.
El precio subsidiado no lo respeta nadie y en los repartos a domicilio ya lo duplica, beneficiando ilegítimamente a los comerciantes y distribuidores.
Quienes merecen ese subsidio podrían identificarse con los receptores del Bono de Desarrollo Humano que son 350000. Así no se calentarían piscinas con gas regalado, y su revisión afectaría imperceptiblemente a los consumidores.
Racionalidad, comprensión, patriotismo y decisión política son necesarias para corregir los inequitativos y ruinosos subsidios, aunque protesten los demagogos.