En su encuentro con la sociedad civil, en la iglesia de San Francisco, el Papa nos habló de subsidiariedad, un concepto amplio en el contexto social y político de la vida humana, que afecta a las personas, a las relaciones y a cualquier forma de organización.
Así, una acción subsidiaria es aquella que acompaña, alienta, contrasta o equilibra los límites del diario vivir. No se trata de suplir a nadie, sino de ayudar para que el otro o la sociedad puedan salir adelante.
En estos momentos de confrontación, es necesario recordar que la comunidad política se constituye para servir a la sociedad civil. Sería penoso y reduccionista acotar los análisis políticos del momento al hecho de la violencia callejera. Cierto que en un Estado democrático hasta las protestas tienen sus reglas y sus límites y la paz se convierte siempre en un objetivo prioritario. Policías y manifestantes forman parte del mismo pueblo y están obligados a ejercer un respeto civil y civilizado.
Pero el agua hay que ir a buscarla más arriba, allí donde se cuestiona el modelo de Estado y de participación ciudadana.
Hoy, en el área bolivariana, la tentación estatista es muy grande, hasta el punto de confundir la distinción entre comunidad política (partido, movimiento o revolución) y sociedad civil, hasta el punto de absorber a esta última en la esfera del Estado.
¿Será por la urgencia de construir un país que funcione, salga del atraso y garantice la equidad y la justa distribución de la riqueza? Puede que así sea… Pero las virtudes y las buenas intenciones, tanto personales cuanto políticas, no se imponen por real decreto, hurtando la razón, el diálogo o la consulta.
La acción subsidiaria del Estado exige algo más: formación, promoción y respeto. Solo así se superan las antinomias sociales y políticas, al tiempo que la tentación de resolver a pedradas o a palos las diferencias.
El hombre, como sujeto político, necesita ser formado, a fin de poder discernir, opinar y elegir. Y en política no hay formación más necesaria que la de la conciencia.
No se trata de que a todas horas nos digan lo que hay que hacer, decir o pensar (¡que pretensión tan inútil!). Formar al ciudadano es darle las herramientas para que, de forma crítica, sepa decir y decirse a sí mismo lo que piensa y quiere. Y, al mismo tiempo, ofrecerle los espacios de participación y de corresponsabilidad que le ayuden a ser él mismo.
Hoy, necesitamos promover estos espacios sin negar a nadie la posibilidad de ejercer su libertad de pensamiento, opinión y expresión. Se trata de promover un diálogo sin exclusiones, en el que todos tengan cabida, incluso para mostrar su propio límite.
Fuera de un contexto ético, pluralista y libre, la democracia fácilmente se prostituye… ¿Será posible, en este momento que atravesamos, respetarnos, dialogar y poder expresar nuestras opciones sin romper la baraja o sin rompernos el cráneo? Ojalá que el Estado sepa ejercer su papel de árbitro al servicio de una armonía incluyente.
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