Por ello se convierte en una asignatura inaplazable para el Gobierno allegar recursos para adecuadamente manejar el problema de la dependencia de sustancias desde una perspectiva médica y salubrista, en lugar de seguir asignándole a este asunto paupérrimas asignaciones presupuestarias que condenan los esfuerzos al fracaso sin que se registre un cambio significativo en la sociedad.
Así ocurre con los programas de metadona (que se encamina a cumplir 50 años de establecida), de buprenorfina (que comenzó en el 2010), y el Programa Integral de Acceso a Tratamiento, Recuperación e Integración Comunitaria (Pitirre). Para la creación de este último, diseñado para establecer un programa multidisciplinario a nivel Isla de tratamientos coordinados para los adictos, la pasada administración prometió una asignación inicial de $10 millones que quedó reducida a $1,4 millones.
Y en el último presupuesto recomendado por el actual gobernador Alejandro García Padilla, apenas hay asignados $1,6 millones a este programa, pese a las promesas de campaña del Ejecutivo de promover la medicación como tratamiento para los adictos.
Estamos claros en que el aparato gubernamental opera desde hace un tiempo dentro de un cuadro de precariedad fiscal. Empero, el problema de las asignaciones mínimas para los programas de tratamientos médicos para manejar la dependencia de derivados de opiáceos responde más a un asunto de visión que de disponibilidad de fondos.
Por un lado, la drogodependencia tiene que dejar de verse como un asunto que amerita discutirse únicamente como parte del discurso electoral.
Igualmente, hay que trascender la limitadísima visión de que el sufrimiento de 70 000 almas enmarañadas en las garras de la adicción es un asunto que atañe únicamente a esta población y a sus familiares o allegados. Una dolorosa realidad que bien describió el titular de la Administración de Servicios de Salud Mental y Contra la Adicción (Assmca), doctor Salvador Santiago, cuando describió la adicción como “la lepra de estos tiempos”.
Como país tenemos que acoger la drogadicción como un complejo mal que a todos nos compete por sus amplias ramificaciones sociales, especialmente en lo que respecta a la pérdida de capital humano.
Está comprobado que el m anejo salubrista de la drogodependencia mediante tratamientos con medicamentos como la buprenorfina ayuda a reducir el crimen asociado con la adicción por casi 50%, la reincidencia por alrededor de 30% y reduce, además, el contagio con VIH y hepatitis B y C. Asimismo, el costo anual de tratamiento con la buprenorfina o la metadona para un adicto a opiáceos es significativamente menor que lo que cuesta mantenerlo encarcelado.
A ello hay que sumarle la enorme ganancia social para el país que representa el mejoramiento del estado de salud física y emocional de un adicto, y el potencial de este para reintegrarse a la vida en comunidad y generar capital humano que se asocia con estos tratamientos.
Tiene sentido entonces que el Gobierno redirija recursos para cumplir con lo que es, desde el 2008, política pública del Estado: la utilización de fármacos para el tratamiento humanista de los adictos.