“Todos unidos para enfrentar la crisis, sin ideologías ni partidos”: la consigna ha sido pronunciada en estos días, y no es la primera vez que la escuchamos. Creo entender que con la palabra “ideología” se quiso aludir a los intereses privados de individuos o de grupos, pero el asunto es demasiado serio para que podamos permitirnos deslices verbales ni sofismas, como el uso arbitrario de conceptos fundamentales. El de ideología, en efecto, designa universalmente las concepciones del mundo que incluyen los principios relativos a los fines del estado y los recursos legítimos para lograrlos, los valores que gobiernan todas las conductas y los criterios para diferenciar derechos y deberes, lo privado y lo público, el bien y el mal.
Una convocatoria semejante, sin embargo, parece coincidir con las tendencias mayoritarias en las fuerzas empeñadas en esa singular alianza, que suelen ser favorables a la constitución de un estado que ceda progresivamente sus tareas al mercado, en la confianza de que su “mano invisible” asuma la tarea de configurar la vida social. Tal concepción incluye siempre un proceso paulatino de despolitización de la sociedad, comenzando por la insólita, impensable y abrumadora despolitización de la política: eso es una “unidad sin ideologías”.
Muchos piensan, desde luego, que una despolitización general es saludable porque elimina los gérmenes de todas las discordias, pero olvidan que la politicidad, o capacidad de dar forma a la vida social, es el carácter esencial del ser humano, el que le separa de la escala zoológica: renunciar a él es caer en la deshumanización. Piensan que el libre juego del mercado es positivo, porque permitirá superar la crisis, ya que las empresas ganarán más y producirán mejor, ampliarán su oferta y aumentará al consumo, los trabajadores alcanzarán aumentos salariales (sin recordar que siempre se los mide con gotero), y tendremos la felicidad a nuestro alcance. Pero en la larga duración y a escala planetaria, el panorama es distinto: los cinco siglos que ha durado el imperio del capital han concentrado el bienestar en una quinta parte de la humanidad mientras ha multiplicado la miseria, el hambre, la enfermedad, la ignorancia y la muerte en las cuatro quintas partes, entre Asia, África y América Latina. La destrucción de la naturaleza y el genocidio (una de cuyas consecuencias es la ola de gigantescas migraciones que hoy preocupan al mundo), son el saldo en el balance del paraíso capitalista. Razón tenía Rosa Luxemburgo cuando afirmaba, al comenzar al siglo XX, que para nuestro tiempo no hay más que una alternativa: transformación total o catástrofe.
Hay que precaver, sin embargo, las transformaciones aparentes. En la historia de los últimos siglos han surgido varias veces en diversas sociedades, ofreciendo como el Reich paraísos milenarios y exhibiendo ante el mundo “milagros” prodigiosos. La situación actual y el porvenir inmediato de nuestra sociedad no admiten espejismos de esa clase.