Lejos de mí cuestionar la libertad de cultos, ese derecho por el cual cada ciudadano puede elegir y practicar la religión que a bien tenga o no elegir ninguna. La libertad religiosa es hija del movimiento ilustrado del siglo XVIII, una conquista de las luchas revolucionarias del siglo XIX por afianzar la libertad de conciencia y la tolerancia, principios que hoy son reconocidos por las constituciones de todos los estados de Occidente.
Sabido es que todo derecho ampara prácticas que se desprenden de su interpretación y ejercicio. Es así que a partir del siglo XIX hasta hoy han proliferado las sectas religiosas, muchas de origen norteamericano; creencias que en épocas de intolerancia habrían sido perseguidas como peligrosas herejías.
Uno de los rasgos que marcan la cultura híbrida que hoy vivimos y a la que llaman “posmoderna” es el descrédito de aquellas convicciones en las que, hasta ayer, habíamos fundamentado nuestras creencias. Para pasmo de unos y apetencia de otros prospera, hoy en día, un alegre supermercado de ideologías en el que proliferan, cada quien con su escaparate y su monserga, una plétora de sectas, iglesias, religiones, credos, fes, prácticas meditativas y relajantes que bajo la común etiqueta de “pare de sufrir” promocionan el baratillo de la felicidad, la paz del ánimo, la salud del cuerpo y del alma, en fin, la salvación a la vuelta de la esquina.
Inconformes cómo andamos de nuestras ancestrales creencias, de este catolicismo heredado de raíz hispánica y prácticas mestizas, no son pocos los que buscan (como en todo), estar a la moda y a la “altura” de los nuevos tiempos, actitud que en materia religiosa se resuelve en el deseo de estrenar una fe diferente, una que se ajuste al gusto del interesado y a la medida de su bolsillo; una fe que asegure prosperidad y paz de la conciencia y que ofrezca (esto es importante) un dios menos exigente.
A la caza de ello no son pocos los que viven estresados yendo de un lado para otro, corriendo de una secta a otra, golpeando puertas, muchas puertas de apocalípticos, ufólogos y gastrónomos macrobióticos; visitando al gurú barbudo con facha de sikh que acaba de aterrizar procedente de la India o al emplumado chamán que cargado de hierbas viene de una selva.
Aquel que escoge una nueva fe y deja atrás aquella en la que fue educado lo hace probablemente por desencanto de la anterior o porque íntimamente busca un apoyo espiritual en la secta a la que se adhiere con pueril entusiasmo de un converso.
Quien llega allí en búsqueda de asidero emocional lo más probable es que no encuentre aquello que con tanto ahínco andaba buscando. El peligro está en que muchos de estos grupos que ofrecen un tique de entrada al paraíso no pasan de ser cenáculos de fanáticos, bolas de cristal manejadas por gárrulos comediantes, duchos en la consigna y la frase repetida, visión simplista de la realidad, laberintos dogmáticos en los que el incauto se sentirá cada vez más enredado y confundido.
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