Venezuela reedita otro episodio de la “santificación” de un caudillo. Se escribe un capítulo más de la construcción de un mito que trasciende de la política y adquiere dimensiones religiosas. Un evento que apunta a lo sobrenatural, a lo mágico. Un drama que rebasa largamente a la democracia y que instala, por la vía sentimental, la aceptación de la eternidad como atributo del poder. Es la canonización de un régimen encarnado en la figura del padre y en la orfandad del pueblo. Es una versión distinta y contraria a toda la teoría de las instituciones .
En adelante, para los hombres de a pie, la justificación del poder estará inevitablemente vinculada con la nostalgia, con la adoración a un ausente. En cambio, para los herederos concretos del poder, la legitimidad está asegurada transitoriamente por su condición de guardianes del caudillo y de gestores y voceros de la pena colectiva. Esa “legitimidad” será, por algún tiempo, el blindaje que les queda. Se extinguirá cuando se evapore la fuerza del recuerdo y la capacidad de evocación de un carisma que se construyó sobre la personalidad de un coronel y su capacidad de comunicación con las masas, y gracias a la fortuna petrolera y al control mediático. Y por cierto, gracias también al terreno fértil de la vocación popular por lo autoritario, que es la constante que marca a los países latinoamericanos. Bolívar descubrió tempranamente que la democracia liberal era planta exótica, y que el autoritarismo era la flor de estos jardines.
La consagración del caudillo y la santificación de su memoria, la anunciada momificación de su cadáver, pueden sorprender a algunos, pero, en realidad, corresponden al realismo mágico que es la alfombra roja de nuestras “democracias”. Obedecen a la tradición de América Latina. Son resultado del caudillismo que nos viene desde los caciques indígenas, y que explica la vigencia de Eva Duarte y la persistente sombra de Perón sobre la política argentina; la constancia y fuerza del paternalismo y del clientelismo, la identificación de la autoridad con la mano fuerte, y del Estado con un hombre.
Nada nuevo este episodio. Nada nueva la designación del presidente-sucesor por orden testamentaria del caudillo y por “aclamación” de masas conmovidas en su sepelio. Asunto histórico este de la deificación de la memoria del líder. Allí están, el testimonio de la adoración al jerarca, de la inclinación a lo sobrenatural como justificación del poder, y de su inevitable declinación, los libros de Roa Bastos, ‘Yo el Supremo’; de García Márquez, ‘El Otoño del Patriarca’; de Uslar Pietri, ‘Oficio de Difuntos’; de Miguel Ángel Asturias, ‘Señor Presidente’.
Allí está la historia latinoamericana que supera a toda la fuerza de la imaginación. Allí está la mitología del carisma, y está la “democracia” electoral, que es el traje o el uniforme a la medida de los hombres del poder.