Amor-odio, envidia-desdén, atracción-rechazo, sumisión-rebeldía, eso y mucho más caracteriza a las desiguales y contradictorias relaciones que han mantenido los diversos pueblos de América Latina con los Estados Unidos desde el siglo XIX. Relaciones que hoy mismo van desde el renovado repudio en la onda Che Guevara y canción protesta hasta la admiración indeclinable por la rubia Marilyn, LeBron James y la Coca-Cola. En ese mismo juego, Bolivia anuncia el fin de la bebida emblemática del ‘enemigo’, que sigue vetando la hoja de coca, mientras acá estamos a punto de conceder asilo al osado que difundió los secretos de la diplomacia imperial y se pegó dos polvos arrebatados en Suecia.
Así como los adolescentes se ven obligados a definir su identidad por oposición a la omnipotente figura paterna, muchos políticos latinoamericanos afirman su izquierdismo por oposición al Tío Sam, aclarando de paso que el rollo es contra la política de su gobierno, no contra su pueblo, al que aprecian mucho, faltaba más. Por eso algunos revolucionarios criollos van de ‘shopping’ a la Yoni con los viáticos que reciben en nuestra moneda nacional: el dólar.
Quienes mejor perciben y soportan esa mezcolanza de emociones, fidelidades, frustraciones y espejos distorsionados son los migrantes, que nadan entre dos aguas a lo largo de su exilio. Recuerdo que en 1980 pasé dos meses en NY haciendo una crónica a fondo de los ecuatorianos. A pesar de las críticas al país que habían dejado, casi todos los de primera generación pensaban en volver a abrir un negocito; los de segunda ya no. Tampoco encontré a nadie que fuera de izquierda como la entendíamos acá; la idea era trabajar duro y alimentar su nostalgia con la música, cebiche, reuniones deportivas y la lengua sobretodo.
Pero el imperio es una realidad cambiante. Nuestro enfoque también. Acabo de leer ‘Sam no es mi tío’, un libro con 24 crónicas de diversos autores que cuentan sus experiencias frente al sueño americano. Aquí se juntan escritores de la calidad del peruano Roncagliolo, el mexicano Volpi, el boliviano Paz Soldán, la argentina Piñeiro. Uno de los editores, Diego Fonseca, que recién anduvo por Quito, reconoce que aunque todos ellos se saben latinoamericanos al cruzar la frontera descubren que “ya no hay identidades. Hay identificaciones. Ni grandes narrativas, sino trozos de ideales destrozados”. A su vez, Alvear aclara que los expatriados fundan comunidades para “rendir culto a identidades perdidas que jamás han existido”.
Todo eso se advierte en unas crónicas subjetivas, irónicas, anecdóticas, producto de las más diversas técnicas periodísticas y literarias.
Frente a ese mundo dramático y cargado de matices seguir usando el viejo cliché antiyanqui equivale a salir a la calle con una venda en los ojos.