Igual que en otras Civilizaciones Antiguas, los incas-quechuas de la época del Tahuantinsuyo, levantaron ciudades, construyeron arquitectura monumental, sistemas de irrigación y redes de caminos, elaboraron calendarios, desarrollaron la metalurgia, la alfarería, pero no han encontrado huellas de una verdadera escritura. Cómo se organizó un Imperio tan grande sin el respaldo de escritura, es una inexplicable paradoja para los historiadores.
Sin embargo, los incas crearon singulares sistemas de símbolos con los que organizó la memoria cultural. El primero, fueron ciertas líneas imaginarias llamadas ceques que seguían las cuatro direcciones de los caminos que salían del Cuzco y ordenaban los huacas o “lugares píos” (Bernabé Cobo). Cada huaca era cuidada por un ayllu o familia. De esta manera se llevaba la cuenta de las acequias, de las canteras, de los bosques y además se censaba a la población.
El segundo sistema fueron los quipus, cordeles de nudos para ejecutar operaciones matemáticas complejas para llevar las estadísticas del gobierno (M. Rostworowski). Se ocupaban de ellos especialistas llamados quipukamayuk. Se sabe que Atahualpa en prisión, los recibía para informarse de la situación del Imperio.
El tercero y más complejo, es el uso de los tucapu (el que porta sabiduría). Son estos, figuras geométricas enmarcadas en cuadrados con los que se narraba los sentidos más profundos de la religión, la filosofía y la unidad sincrética de los gobernantes y el cosmos, solo se encontraban en los vestuarios de la nobleza inca. No eran jeroglíficos ni letras, no estaban unidos por relaciones gramaticales, más eran signos de impactante belleza formal. (Ultimamente Gail Silverman afirma que los tucapu estaban ya al borde de la escritura).
En el museo de Historia de Bogotá, se exhibe como la obra más preciada, un manto inca donada al museo por Antonio José de Sucre. I. Acosta y C. Plazas, expertas en el tema, han hecho un estudio detenido del llamado “Acso de la mujer de Atahualpa”. Entre otras cosas las dos investigadoras proponen que la capa pertenecería al propio Atahualpa. Hay indicios para esta proposición: las dimensiones del manto resultan inapropiadas para una mujer, además, el tejido no guarda huella alguna de haber sido perforado por el (tupo), prendedor femenino, más bien, a la manera de los incas, la prenda, por lo visto, se anudaba o se llevaba sobre los hombros.
De acuerdo a las convenciones universales del significado de las figuras geométricas, y en correspondencia a la cultura específica, podemos “leer” el manto de Atahualpa como confeccionado de lana finísima de color “rojo Inca” (Bautista de Salazar), con franjas que expresan división y unión de las oposiciones del Alto y Bajo Cuzco. También se aprecian los hexágonos regulares como símbolo de la belleza y del Sol y las líneas paralelas como pronosticación de la inmortalidad, un enorme deseo de salvar al personaje del olvido eterno.