Creo que el sistema presidencialista en América Latina tiene fallas de fondo. Aun cuando en sus inicios pretendió emular el éxito estadounidense en términos de continuidad e institucionalidad, el tradicional caudillismo latinoamericano terminó por ahogar el inicial sueño de mesura y autocontrol. Los padres fundadores no pusieron límites por escrito a la reelección presidencial, así como la mayoría de sistemas parlamentarios tampoco lo tienen. En los dos casos, el sentido común, los precedentes institucionales y el derecho común determinan lo que es mejor para cada país. En Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt rompió dramáticamente con la norma no escrita de nunca buscar un tercer período. Es más, ganó cuatro veces la presidencia, pero los dos últimos períodos tuvieron el contexto de la Segunda Guerra Mundial y él siempre dijo que su única razón para la reelección fue la conflagración mundial. Después de él, todos los presidentes retomaron la norma de jamás buscar un tercer período. Y algo más importante: dieron un paso al costado, abandonaron la política para dar paso a otros liderazgos. Eso incluye, por supuesto, el buen gusto y la educación de no criticar a sus sucesores.
Barak Obama –por citar el ejemplo más claro- tendría todo el derecho y hasta la necesidad de criticar a mansalva a su sucesor que parece haberse puesto como meta desmontar cada una de las políticas demócratas, especialmente las más progresistas y redistributivas. Aún en circunstancias tan extremas como la presidencia Trump, Obama ha demostrado estar a la altura de la historia y de todos sus predecesores y no ser tentado por la ira. Su brillantez es determinante para que una nueva generación demócrata triunfe.
De vuelta en América Latina, los ex presidentes son un verdadero problema de gobernabilidad. En teoría, un político carismático y efectista, capaz de reelegirse por una sola vez (estamos hablando de ocho años o máximo 10 en casos de períodos de cinco años) debería irse a su casa a escribir libros u organizar una fundación para usar su liderazgo e influencias para mejores causas. Pero no, la mayoría no tiene el mínimo sentido del decoro y opta más bien por arrastrar por los suelos la majestad del cargo que algún día tuvo para hacer la guerra (literal o figurativamente) al presidente de turno. Álvaro Uribe no ha dejado respirar a Juan Manuel Santos en Colombia; Alan García y Alejandro Toledo, igual porque quieren (o quisieron) regresar al poder; Cristina Kirchner, lo propio y ahora Rafael Correa en Ecuador.
Pensar que muchos casi fueron a la cárcel por la famosa majestad presidencial y son los mismos expresidentes los que la deshonran a diario. ¿Por qué es tan difícil dejar el poder en América Latina? ¿Por qué en estas tierras todos los electos se creen los únicos llamados a detentar el poder y no dejarlo? La psicología más que la ciencia política puede tener respuestas a estas interrogantes.
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