El mundo asistió pasivo y atónito ante la barbarie cruel y desalmada, pero no hizo absolutamente nada en una de las peores matanzas que tras el final de la Segunda Guerra Mundial ocurrieron para vergüenza de unos y escarnio de todos. Cinco meses de muerte, de terror, de horror, de venganza atrasada. Hutus y tutsis. Entre 800 000 y un millón de tutsis, asesinados, torturados, vejados y ejecutados. Hambre feroz de sangre, de odio ancestral, de ira y locura en estado puro. 6 de abril de 1994. Las imágenes aún hoy conmueven, pero sobre todo, avergüenzan. No hicimos nada. Era Ruanda, y a nadie importaba Ruanda, como tampoco Burundi; la sangre y los gritos, las persecuciones y el terror dieron paso al horror en estado puro. Era y es África. La África tantas veces golpeada por la tragedia, la tragedia del desprecio, del olvido, de la indiferencia, de la explotación y la humillación.
La soledad de los recuerdos se agolpan dos décadas después. Muchos prefieren olvidar. Tal vez el mundo ya lo hizo hace demasiado tiempo, sin importarle mucho lo que sucedió y lo que vino después. Minorías y mayorías, étnicas y odios, rivalidades y superioridades, poder y conquista, los mismos pecados originales de toda la humanidad.
Aquel día, el avión en el que viajaban desde Tanzania el presidente ruandés, Juvénal Habyarimana, y su homólogo burundés, Cyprien Ntaryamira, encendía un fuego incontrolable, la venganza implacable, la sed de sangre y horror. A golpe de machete, a ráfagas y bayoneta, el 80% de la población tutsi, minoritaria en el país pero dominante en ámbitos de poder, fue asesinada. Hombre -mujeres, niños, ancianos-, a la caza del hombre. Sin piedad, sin pensamiento, sin clemencia. Víctimas y verdugos. Exterminio y limpieza étnica en todos sus extremos. Siglos de odios, de recelos, décadas de masacres, 1968, 1972, 1991. Unos frente a otros, al revés de lo que sucedió en 1994. Era en Burundi. Pero una masacre así no salta de improviso. El clima de violencia, el asesinato, la llamada a incendiarlo todo latía desde hacía meses. Las milicias hutus, llamadas Interahamwe (que significa ‘golpeemos juntos’), estaban siendo entrenadas y equipadas por el Ejército ruandés alimentando una soterrada confrontación con los tutsis. La ‘caza del tutsi’ se hizo más explícita, y aquel abril, tras el asesinato del Presidente y los rumores de que la minoría tutsi planeaba un genocidio contra los hutus, hizo el resto.
El genocidio de Ruanda tuvo muchos cómplices. Demasiados. No todos los hutus son culpables. Veinte años después quedan muchas preguntas sin contestar: ¿por qué y cómo fue posible esa masacre?, ¿qué sabían las potencias occidentales con intereses y qué hicieron o, más bien, no hicieron?, ¿por qué Estados Unidos no llamaba genocidio o exterminio a lo que estaba sucediendo?, ¿por qué Butros-Ghali, secretario general de la ONU, discrepó en este asunto frente a los intereses norteamericanos? ¿Es hoy Ruanda un país en paz consigo mismo y ha enterrado sus demonios?