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A veces es bueno empezar por lo peor – como un punto de referencia –, es decir con una cita de Donald Trump. “Dicen que una pared es medieval. Pues también lo es la rueda. La rueda es más vieja que la pared. Y, he visto cada uno de los carros que hay allá afuera, hasta los muy caros, como los que usa el Servicio Secreto y, créanme que esos son caros. Y dije, ‘¿Todos esos carros tienen ruedas?’. Sí. Ah, pues pensé que era algo medieval. La rueda es más vieja que la pared, ¿lo sabían?”.
Eso es nivel académico, eso es profundidad, eso es desarrollo en formulación de políticas públicas. Con ese ‘nivelón’ quiere fundamentar la construcción de su propuesta insignia. Y… lo peor … hay gente – y no poca – que ve gran valor en este discurso. ¿Cómo? ¡¿Cómo?!
Detrás del populismo yo distingo al romanticismo; explicarlo exige un cierto encadenamiento de ideas. En el siglo XVI y XVII la corriente de la Ilustración – esencial para la formulación de la democracia moderna, los derechos humanos, el laicismo, etc. – ensalzaba la razón humana como principal mecanismo de progreso. Esta sería el instrumento con el que podríamos superar las tinieblas de la superstición, el fundamentalismo religioso, la sociedad de castas y demás males que pesaban sobre la humanidad.
Aunque el movimiento era europeo tuvo en Francia especiales figuras (Voltaire, Rousseau, D’Alembert, Diderot) y allí estuvo el inicio de la catástrofe. La moda – identificada como francesa –recorrió el continente y el mundo como pólvora. Parecía irrefrenable, invencible. Ante esa ola tremenda de influencia muchos intelectuales de otros países buscaban escondites donde refugiarse.
Sturm und Drang, el hombre es “tormenta e ímpetu”. No solo razón, el hombre es emoción, es tristeza, es potencia y amor. ¡Olvidémonos de la razón! La salsa de la existencia, su gusto, está en otra parte. En el opuesto absoluto, el sentido de la vida está en las emociones. Este fue el conejo de la chistera que se sacaron los intelectuales y artistas alemanes para oponerse de manera frontal – embistiendo como lo haría un carnero – a la gran moda francesa. Así nació el romanticismo, que podríamos muy injustamente describir como el discurso que justifica dar prevalencia a lo que sentimos en las tripas y el corazón sobre los dictados de la mente.
Nuestro juego político contemporáneo es esquizofrénico (no se me ocurre mejor adjetivo); oscila entre una ambición de progreso con ciencia, con tecnicismo y planificación, y un apasionamiento de las masas, exacerbado por un marketing diseñado precisamente para encender pasiones. Es en este segundo polo donde se alimenta el populismo, el buitre rapaz, infecto, que amenaza todo nuestro progreso.
El romanticismo solo puede tener cabida – y con mesura – en el mundo íntimo personal.