Las revoluciones tienen una lógica perversa: terminan sacrificando principios y valores fundamentales a nombre de un fin último, supuestamente superior. Esa es la lógica que ha esgrimido el Presidente para convocar a la consulta popular, y es la misma que ha utilizado la Corte Constitucional para aprobarla: alteramos procedimientos constitucionalmente definidos para la conformación del poder judicial, pero la seguridad de la ciudadanía es un fin superior, y por tanto se justifica “meter la mano” en la justicia para garantizarla. No importó desmontar normas y procedimientos que daban sustancia al “poder ciudadano”, leit motiv del proceso constituyente.
Lo que primero sacrifica la revolución son las libertades individuales y los procedimientos institucionales. Gran parte del debate en Montecristi se centró en diseñar un procedimiento que blinde la administración de justicia de la expresión de los llamados “poderes fácticos”. De un solo plumazo, toda esa construcción, componente central de la Constitución de Montecristi, se la echa abajo.
La demanda de autonomía y de descentralización y desconcentración del poder, que se postula tras la defensa de los derechos y de las garantías constitucionales, es sacrificada en el camino de la construcción revolucionaria y de la acumulación de poder. Las diferencias fragmentan y debilitan la capacidad decisional; hay que eliminarlas o reducirlas; solo el líder dadivoso y enérgico puede conducir el rebaño hacia las apacibles riberas del sumak kawsai. Por ello, la opinión pública que se expresa en su pluralidad multifónica es una amenaza a la deriva revolucionaria: medios y periodistas deben ser “regulados”, “controlados”, “amordazados”, “maniatados”.
Las únicas instituciones que admiten la revolución son aquellas incondicionales al líder. ¿Alguien dudaba que la Corte Constitucional fuera a aprobar el llamado a consulta presidencial? ¿Alguien duda que el fiscal Pesántez sea una ficha clave del Presidente para la conformación del nuevo Poder Judicial?
La “lealtad”, entendida como entrega incondicional a los fines de la revolución (y por tanto como demostrada capacidad de instrumentalizar y manipular los medios para conseguirlo), es el principal valor de la revolución ciudadana y de sus revolucionarios, cuyos triunfos en la línea de la demolición institucional son premiados y retribuidos con espacios de poder al interior del Régimen, con generosas misiones diplomáticas o con el blindaje frente a eventuales acusaciones de corrupción o abuso de poder. La “traición” en cambio atrae toda la furia del líder, desde el insulto a la descalificación, y de allí a la persecución y a la cárcel. La revolución no acepta disidencias ¡Y eso que todavía no se ha metido mano a la justicia!