Esta semana falleció César Gómez Hernández (San Francisco Javier y San Julián de los Güines, Cuba, 1918), cuando estaba cerca de cumplir 102 años. Lo conocí en el año 2014 en un café de Bogotá. Me impactó apenas lo vi. Era un hombre robusto, elegante, altivo, y tenía una memoria prodigiosa. Apenas cruzamos unas pocas palabras antes de empezar la entrevista que habíamos concertado. Entonces me dijo, a manera de preámbulo: “Quiero que usted sepa, en primer lugar, que yo soy un auténtico revolucionario, y soy además profundamente antiimperialista, liberal e independentista.”.
De esta forma empezó entre nosotros una conversación que se extendió por más de tres años y que arrojó al menos once horas de grabaciones, decenas de cafés compartidos, la novela sobre su vida y la historia del Granma y su fabulosa expedición, pero, sobre todo, una amistad entrañable.
Esa misma tarde, mientras escuchaba hechizado el relato ligado íntimamente a la Revolución, César disparó una de esas frases que remueven los cimientos de la historia: “Los revolucionarios jamás fuimos comunistas, fuimos independentistas y antiimperialistas…
buscábamos la libertad de Cuba, el derrocamiento de Batista y la instauración de un Gobierno democrático sin influencias externas. Esos eran nuestros fines políticos, nuestros ideales…”.
Los cafés aparecían y desaparecían de esa pequeña mesa con la misma rapidez con la que César Gómez desbrozaba la historia de Cuba descubriendo para siempre las mentiras disfrazadas de verdad a fuerza de haber sido repetidas mil veces; sacando a la luz los engaños ideológicos, las imposturas, las falacias de tarima y la sangre de otros expedicionarios derramada vilmente ante la amenaza que proyectaban sus sombras, que se hacían cada día más grandes.
Su rebeldía y sus principios, sólidos, inclaudicables, lo convirtieron en enemigo de aquellos que habían traicionado los auténticos ideales de esa Revolución, la libertad y la independencia de Cuba; y lo alejaron de su isla, de su familia y de su pasado, así como han alejado a millones de personas durante los últimos sesenta años. Decía César en alguna de esas conversaciones, con un brillo especial en sus ojos, que le dolía profundamente la forma en que se trababa a sus compatriotas en la isla, prohibiendo su ingreso a las mejores playas, impidiendo su entrada en tiendas o restaurantes, restringiendo su libertad hasta convertirlos en temerosos vasallos de un sistema tiránico.
En todas nuestras charlas solo vi quebrarse a César dos veces, la primera cuando me habló de Elena, su esposa y de su pequeño hijo César, de los que tuvo que separarse durante un largo tiempo en 1960 cuando ellos salieron de Cuba; y, cuando me dijo (y lo repitió ante el público en su visita a Quito en 2017 para la presentación de la novela), que volvería a su isla, a su Cuba del alma, el día en que ésta sea libre de verdad.
A la memoria de César Gómez Hernández, el último revolucionario.