Cuando esto escribo (es el martes 28, por la noche) aún no se ha divulgado ninguna noticia sobre la reunión que los responsables de los temas migratorios de Brasil. Colombia, Ecuador y Perú han iniciado el día de hoy en Bogotá, con el propósito de acordar políticas comunes para hacer frente a la migración venezolana, ubicada ya en la primera línea de las preocupaciones de América Latina y de los más altos organismos internacionales. Es comprensible que los países receptores evalúen su capacidad de recibir las migraciones, puesto que sin faltar a su deber de solidaridad con el infortunio de los que llegan, deben también velar por sus propias poblaciones, cuya demanda de servicios y empleo no disminuye por la nueva circunstancia.
Mientras tanto, siguen llegando a las fronteras las oleadas de migrantes en cantidades que jamás habíamos visto en nuestro continente. Las columnas de gente de toda condición que desfilan incesantes ante las oficinas migratorias solo tienen parangón con aquellas que huían de los nazis en todos los países ocupados: ateridos de frío, arrastrando sus equipajes como último vestigio de lo mucho o poco que tuvieron, van como los caracoles llevando su casa a cuestas, pero llevándola en el alma. “Los humanos cambian de naturaleza cuando cambian de lugar” –escribió en un poema Nazim Hikmet, y aunque quizá nunca lo leyeron, esos fugitivos lo saben ya, pero no como se sabe las ideas aprendidas, sino como se sabe el dolor que traspasa el corazón y llega hasta los huesos. Al dejar su patria, su casa, su familia, estaban dejando algo de sí mismos y a la vez, llevándose en la sangre algo de sus lugares conocidos, de su cielo y sus llanos; estaban tratando de encontrar bajo otros cielos algún resto de esperanza para no ceder del todo ante la muerte.
Las delirantes palabras del camarada Diosdado Cabello, hombre casi tan fuerte como Maduro en Venezuela, revelan sin embargo que los suyos entienden las cosas al revés: para él, esas columnas de sus propios compatriotas que caminan por las carreteras ecuatorianas, con sus equipajes a la espalda y la desesperanza en la mirada, forman parte de una perversa estrategia antivenezolana. “Los bajan de los autobuses y los hacen caminar…”, ha dicho el estrambótico personaje, demostrando que el cinismo no tiene más límite que la estrechez mental. Bien ha hecho el canciller Valencia en responder a ese infundio marcando nuevamente la clara distancia que el gobierno ecuatoriano está tomando por fin frente a la oprobiosa dictadura que mancilla la patria de Bolívar.
Es de esperar que la conferencia regional que empezará muy pronto en Quito pueda adoptar medidas que, de manera equilibrada, presten la debida atención a las necesidades de propios y extraños. Aunque, si lo pensamos bien, la América morena fue una en el pasado y debe serlo en el presente: aquí no hay extraños y nadie es extranjero; todos somos un solo y mismo pueblo en demanda de paz, justicia y libertad.