Que un proyecto político que se autocalifica de revolucionario se blinde por temor al pueblo es un mal síntoma. El pasado martes 27 de agosto la imagen de la Plaza Grande no difería de los típicos y reiterados episodios de la historia nacional. El déjà vu de la conflictividad social: filas de policías bien apertrechados impedían por la fuerza que una marcha de jóvenes accediera a uno de los espacios públicos por excelencia: el Palacio de Gobierno. Es decir, al sitio desde donde se ejecutan las políticas que nos afectan a todos como comunidad.
Eran los mismos jóvenes que, días atrás, en esa misma plaza, obligaron al Primer Mandatario a recluirse en la autocomplacencia para huir de los abucheos, de la alharaca ensordecedora, de los reclamos y acusaciones cuando anunció su decisión de explotar el Yasuní.
Que un Gobierno que se autodefine como de izquierda disponga aporrear a los jóvenes que expresan su descontento en las calles de Quito es un síntoma aún peor. Esa misma noche afloraron unas técnicas de represión inéditas en el país. Como comentó una de las manifestantes agredidas, la intención de la Policía no fue ni controlar ni reprimir a los manifestantes, sino sembrar miedo; interiorizar en la gente la alerta de la vigilancia y la punición; disciplinar a la sociedad mediante la inquisitorial forma de la advertencia .
Las admoniciones del Régimen no podrían ser más desproporcionadas y absurdas: el estudiante que ose pecar de indignación y rebeldía será expulsado del paraíso educativo. Es la innovadora versión verde flex de la represión.
La estrategia autoritaria del Régimen está siendo apuntalada por un discurso represivo y reaccionario desde las altas esferas del oficialismo. No es sencillo descifrar cómo Alianza País podrá bajarse de semejante discurso, al que han añadido una alta dosis de cinismo. Ahora resulta que los grafitis constituyen un atentado criminal contra el Centro Histórico de la capital, y las refriegas entre estudiantes y policías un acto de violencia desbordada. Al parecer, algunos dirigentes del oficialismo están exorcizando sus inconsecuencias y flaquezas pasadas, cuando aplaudían las campañas de “pintas” y los enfrentamientos callejeros desde la comodidad de sus poltronas.
Mediante este ejercicio de dualidad arbitraria se pretende convencer de que es más violento grafitear paredes que impedir por la fuerza que una marcha pacífica llegue a la sede del poder político; que mofarse del poder es más violento que disparar al cuerpo balas de goma; que el jolgorio callejero es más violento que las cadenas ofensivas y denigrantes de la Senacom; que la irreverencia de un cantautor es más violenta que una andanada de calumnias difundida a los cuatro vientos con carácter oficial.