Columnista Invitada
Un día antes de dejar la presidencia, Rafael Correa remitió a la Asamblea un proyecto de ley que -supuestamente- tiene por objetivo regular los actos de odio y discriminación en las redes sociales y la Internet.
Si bien en la exposición de motivos se señala que la regulación está orientada hacia el “respeto y la protección de los derechos de los ciudadanos”, en la práctica esta sería una herramienta jurídica adicional para blindar a los funcionarios públicos frente a críticas legítimas.
Entre otros defectos, el proyecto impone obligaciones absurdas a los “proveedores de servicios de redes sociales” sin comprender que existen importantes diferencias entre empresas proveedoras del servicio de Internet y empresas que ofrecen servicios en línea, como redes sociales.
El proyecto pretende que los “proveedores de servicios de redes sociales” se conviertan en guardianes de la red. Se asigna a estas empresas la responsabilidad de detectar contenidos ilícitos y la obligación de remover o bloquear el acceso a todo contenido manifiestamente ilegal dentro de las 24 horas de registrado un reclamo.
El incentivo que tendrán las empresas para censurar contenidos lícitos, será enorme.
Empresas creadas con fines comerciales, ante la amenaza de sanciones impuestas por el Ministerio de Justicia, se inclinarán por la opción más eficiente y económica: bloquear todo contenido sobre el que hayan recibido un reclamo, sin tener que incurrir en el costoso y complejo proceso de distinguir entre aquellos contenidos que están protegidos por el derecho a la libertad de expresión y aquellos que no. Sancionar a empresas intermediarias de Internet por los contenidos que transmiten, es obligarlas a filtrar. Inevitablemente, ese filtro se convertirá en censura.
El proyecto evidencia el desconocimiento del proponente sobre el funcionamiento de la Internet.
Es prácticamente imposible, sin desvirtuar toda la arquitectura de la red, imponer a los intermediarios la obligación de revisar todos los contenidos que los usuarios difunden en redes sociales. Es tan insensato como responsabilizar a las compañías de teléfono por todos los mensajes violentos que transmiten, o responsabilizar al dueño de una fotocopiadora pública, por violación de los derechos de reproducción de una obra.
Sin duda, nuestros derechos deben estar protegidos en Internet y las empresas tienen obligaciones frente a los derechos humanos. Coincido también en la necesidad de combatir el discurso de odio online, pero el camino escogido es el equivocado. A menos que la empresa intermediaria de Internet intervenga en los contenidos ilícitos o se niegue a cumplir una orden judicial que exija su eliminación –cuando esté en condiciones de hacerlo- esa empresa no debería ser responsabilizada. De aprobarse este proyecto, las consecuencias para el debate público serán nefastas.