Un rasgo pronunciado del presidente Correa y de su equipo de trabajo es la notable capacidad que tienen para verbalizar. Tras su ascenso al poder, el discurso político ecuatoriano se pobló de expresiones como ‘buen vivir’, ‘patria altiva y soberana’ o ‘participación ciudadana’, todos ellos términos con alguna resonancia histórica o sociológica pero con significados poco precisos.
Esa ambigüedad semántica permite al régimen de la ‘revolución ciudadana’–otro término impreciso y contradictorio– utilizar aquellas palabras en cualquier ocasión. Significan todo y nada a la vez; son fórmulas orales que buscan construir una emoción antes que transmitir un concepto.
El ejemplo más notable de aquella pirotecnia verbal es un documento de Senplades titulado ‘Socialismo del sumak kawsay o biosocialismo republicano’, al parecer una explicación de los principios filosóficos que inspiran a este Gobierno y que, según se dice allí, constan en la Constitución.
A veces, el documento parece repetir ideas de Robert Owen o Charles Fourier, socialistas utópicos que también hablaron sobre la búsqueda del ocio y el placer. Otras, aquel ensayo parece una novela de Ursula Le Guin, por sus menciones a sociedades más inocentes y solidarias que sobreviven utilizando la bio y la nanotecnología.
Pero en medio de semejante champús sí hay una idea clara que subyace a lo largo de aquel sorprendente documento: que la ‘revolución ciudadana’ es un invento nuevo y original; una propuesta en permanente construcción y desarrollo; una jugada ambiciosa del espíritu humano por construir un mundo mejor.
Esta noción me parece clave porque revela la raíz filosófica del proyecto político del presidente Correa: el romanticismo del siglo XVIII. Imbuidos por Vico y Herder, los pensadores románticos de Europa concluyeron que las grandes preguntas filosóficas –de dónde vengo, a dónde voy– no pueden ser encontradas sino que deben ser inventadas.
Esas verdades se crean como una pintura o una composición musical. En ese proceso es más importante lo subjetivo e ideal, antes que lo objetivo y real. El pensamiento romántico ha producido grandes resultados en las artes –sobre todo en la música– pero en la política ha sido un desastre.
Es que el romanticismo desconfía de la realidad externa y se alinea con el mundo interior de los sentimientos. Por eso, al romanticismo político no le interesa el significado específico de las palabras –ni de las ideas– sino sobre todo que ellas inspiren emociones fuertes. Esa sociedad más justa y solidaria que supuestamente quiere construir este Régimen jamás se hará realidad. Pero no importa, porque para el político romántico importa más el proceso que el resultado final.