El CNE se dispone a determinar la fecha de las elecciones que serán en febrero del 2023. Hay 268 organizaciones políticas habilitadas para postular candidaturas. Alrededor de 150 adicionales en proceso, unas cosechando firmas; otras, esperando las claves. Cifras que espantan y surgen del enjambre de caudillos, muchos atraídos por el financiamiento estatal. El requisito de firmas de adhesión, que al inicio de la reinstalación democrática fue genuino, ha devenido en una farsa. Así como se falsifican cédulas para cobrar un bono, se venden certificados de vacunación, se suplantan firmas dondequiera. Es un negocio más. Habría empresas que las producen. Tarifarios que aplican. Movimientos que se ofertan en alquiler o venta.
Esta aterradora dispersión no es casual. Fue planeada y calculada. Se trataba de dividir en mil pedazos la representación, para asegurar la implantación y permanencia imperturbable del autoritarismo hegemónico. Si el sistema de partidos y el sistema electoral, son esenciales y endémicos a la democracia, ya que reducen la complejidad, haciendo posible la voluntad política del Estado, son esas organizaciones las que expresan la pluralidad y ayudan a la gobernabilidad.
El nuevo gobierno recibió el indeseable legado de una «arquitectura» normativa, levantada para apuntalar un modelo autoritario de poder. No será factible restaurar la democracia sin demoler la legalidad que legitimó la arbitrariedad.
Es preciso comprender que la romántica Constitución de Montecristi, el farragoso Código de la democracia, las regulaciones que normalizaron la corrupción y las reglas penales de entendimiento con el delito; fueron parte inescindible del andamiaje al servicio del «proyecto» autoritario. Es cierto que vivimos una ruptura en el liderazgo presidencial, mas no en la legalidad. Estamos con un gobierno democrático atrapado en el laberinto jurídico que dejó el despotismo. La legalidad del autoritarismo, no sirve a la democracia.