Recuperar ‘el mundo de la vida’
Ningún filósofo puede sustraerse a la preocupación por el destino de la humanidad. Tampoco pudo hacerlo Husserl, a pesar de haber vivido entre abstracciones lógicas y matemáticas: en 1935, al pronunciar en Viena y Praga unas conferencias que se convirtieron en su testamento intelectual, afirmó que la crisis de nuestro tiempo tiene su origen en el carácter unilateral de la ciencia de Occidente que fue marcado por Galileo y Descartes, quienes redujeron el mundo a la condición de un objeto de exploración matemática y manipulación técnica, dejando fuera del horizonte del saber el “mundo de la vida” (die Lebenswelt).
La eufórica razón occidental no escuchó a Husserl ni a otras voces de advertencia. Precipitándose por la ruta de las disciplinas especializadas, no solo que ha llegado a saber cada vez más sobre objetos cada vez más limitados, sino que nos ha llevado a una alarmante devastación de la naturaleza por obra del más esplendoroso despliegue de una razón instrumental asociada a un capitalismo desbocado. Simultáneamente, ha provocado en nosotros la más pavorosa indiferencia ante el conocimiento de nosotros mismos.
Cuando disponemos de la más asombrosa tecnología de las comunicaciones, cada cual se encuentra aislado, como perdido en su propia celda, y se ha acostumbrado a confundir la realidad con las imágenes de la televisión y los resultados de las encuestas. El hombre cartesiano, “dueño y señor de la naturaleza” por el empleo de la razón analítica, es cosa del pasado: el hombre concreto del presente ni siquiera se posee ya a sí mismo y naufraga cada día en un océano agitado por fuerzas impersonales y abstractas: la Técnica, el Capital, la Burocracia, el Mercado…
Pero el hundimiento del “mundo de la vida” no parece alarmar a los voceros de nuestro tiempo. Un coro de tecnócratas, políticos y especialistas de todos los países, entre ingenuo y agresivo, saluda el próximo advenimiento de la felicidad. Como anunciara Marcuse hace ya más de medio siglo, la administración metódica de los instintos humanos permite pagar a plazos todos los placeres y hace del confort el valor ético supremo, mientras las democracias se convierten en el más refinado disfraz del totalitarismo. El discurso de la eficacia y de lo útil, mientras tanto, reemplaza al viejo y desgastado discurso de la moral. Las premoniciones de los filósofos se confirman, pero cuando ya la pesadilla se ha convertido en el más falaz de los paraísos.
Quiero creer, sin embargo, que todavía hay reservas morales en el mundo. Algunos las identifican con la fe y persiguen en el viejo Oriente las prácticas religiosas supuestamente no contaminadas; otros ven en el arte la salvación de la naturaleza creativa del ser humano: en la perspectiva de unos y otros, la única revolución verdadera será la que pueda reivindicar sin trampas “el mundo de la vida”.