Este pequeñísimo bicho que ha invadido el mundo nos ha trastornado la vida en tal medida, que todos los días nos sorprendemos a nosotros mismos entregados a la doméstica tarea poner a punto nuestras herramientas, como si estuviéramos en la víspera del retorno a lo que llamábamos “normal”. Y todas las noches, cuando estamos a un tris de comenzar la acostumbrada batalla contra el desvelo, caemos en la cuenta de que no, de que eran vanas nuestras esperanzas, porque mañana, otra vez, empezaremos la doméstica tarea que nos quedó inconclusa.
Y así un día y otro día mientras las cifras suben, y de repente recuerdo que hace un mes había proyectado dedicar esta columna al doctor Fabián Corral Cordero, eminente patólogo a quien el Ecuador le debe mucho, pero ante todo mi amigo. Lo había proyectado porque precisamente hace un mes se cumplió un año de su absurda muerte, más absurda que todas las muertes porque fue una muerte sin razón e inesperada, sin sentido o quizá con un sentido que sobrepasa nuestro entendimiento, pero sobre todo absurda porque los hombres buenos como él no deberían morirse nunca.
Sí, yo sé que debería recordar en estas líneas que fue Fabián el creador del Registro Nacional de Tumores, con el cual se inició el estudio de la incidencia del cáncer en el Ecuador. Y debería agregar que un registro de esa naturaleza tiene la función de aportar la información necesaria para la planificación de las políticas de prevención, tan necesarias en una sociedad que por sus propias falencias ha condenado a los médicos a una labor de combate contra las enfermedades, en lugar de ofrecerles la posibilidad de trabajar para evitarlas. Y debería decir mucho más sobre el trabajo silencioso que desarrolló Fabián en Solca durante más de 40 años, gracias al cual fue nombrado Representante Regional de Latinoamérica al Comité Ejecutivo de la Asociación Internacional de Registros de Cáncer.
Pero tratar de esos temas es demasiado para mí. Más cercano, más grato, más humano, es recordar al amigo. Puesto que su hermano Luis fue mi compañero en las alocadas fiebres de los años sesenta, pude tener con Fabián una relación también de compañero, y soportar a veces, en casa de sus padres, las bromas que todo estudiante de medicina hace a sus amigos con las calaveras que acompañan sus fatigas. Y a partir de allí, toda la vida, recibir el cálido mensaje de su sonrisa franca y el apretón de sus grandes manos siempre dispuestas a dar más que a recibir.
¡Cuánto nos ayudaría en estos días oír sus palabras, cuencanamente orgullosas de su acento, para orientarnos en este caos nuevo que se llama mundo y se encuentra atravesado por un bicho perverso y diminuto! Él, que sabía tanto de células malignas, entendía también que nada es más maligno en este mundo, que los seres humanos. ¡Cuídate de los contagios −me diría−, pero cuídate más de las torvas ambiciones!