El alcalde de la capital mantiene una campaña que define a Quito como la ‘ciudad más linda del mundo’. Más allá de los criterios estéticos, ya que en gustos se rompen géneros, la afirmación llama a preguntarse de si la primera autoridad de la ciudad la camina y conoce los problemas de convivencia urbana de una capital cada vez más hosca para sus habitantes, sin que la Alcaldía intervenga, incluso cuando le corresponde hacerlo.
Y es que ser peatón en Quito es una experiencia amarga: veredas convertidas en autopistas por motociclistas, ciclistas y demás usuarios de ‘transportes alternativos’ que violan la Ley de Tránsito sobre su uso exclusivo, incluso en las calles que tienen ciclovías. Así como autos y motos parqueados sobre esas mismas veredas donde, además, se colocan todo tipo de objetos –públicos y privados– que impiden el paso: rótulos, basureros y otras estructuras, instaladas sin autorización, pero sin impedimento tampoco, con la impunidad que ofrece la falta de autoridad.
Pero no para ahí la cosa, caminar por ‘mi lindo Quito’ implica ir atento a no pisar las heces de los perros, cuyos dueños las dejan en el paso común, sin temer consecuencia alguna, convirtiendo a la ciudad en un estercolero a cielo abierto, con efluvios que tanto el calor del sol como la evaporación de la lluvia traen a las narices de todos, un problema de salud pública que a ninguna autoridad parece interesarle.
Ni hablar del riesgo de vida que implica cruzar una calle en medio de un ejército de ‘zombis’ que no mantienen su vista al frente ni respetan el paso cebra, conectados como están a sus celulares, otra contravención de tránsito que no se controla, dado que los agentes solo están atentos a las infracciones contra el pico y placa, dando a entender que la recaudación municipal tiene mayor valor que la vida humana. Ojalá en algún momento al adjetivo de ‘linda’ podamos agregar el de ‘habitable’ y, si no es demasiado pedir, el de ‘amable’ para la ciudad de Quito.