¿Q ué dice?, pregunto aterrado a mi amigo Sauro Trepa.
Pues, sí, mijito, quiero volver a las listas de invitados a los cocteles, a las inauguraciones de exposiciones de pintura y de todo tipo de arte, sobre todo de las instalaciones (son obras tan efímeras que nadie se acuerda de ellas; solo se acuerdan de los invitados). No puedo faltar al festival de teatro, a estrenos especiales de películas, a las tertulias literarias de Gloria o a las celebraciones de 5, 10, 25 o más años de cualquier institución. Seré el primero en los lanzamientos de libros, así no lea ninguno. Iré a ópera, en vivo o en cine; lo importante es que me vean, aunque duerma en la mitad de un dúo. Me haré invitar a los clubes sociales, así sean el Lobal (perdón, el Nogal) o el Metro-no-sexual (perdón, el Metropolitan). Iré con más gusto al Country (así su nombre sea campesino) o a los Lagartos (que se explica por sí mismo). ¡Qué caray, hay que ir a todo! ¿Tiene fiebre, doctor Trepa? Me alegra que me diga doctor, mijito. Se habrá dado cuenta de que aquí solo es doctor aquel que tiene cargo público, es legislador, magistrado o tiene un carro burbuja, con guardaespaldas atrabiliarios y atropelladores o goza de una alta posición; es decir, de una reconocida por esa clasecita que gobierna y ha mandado y desmandado por décadas. El que ya no es nada de eso no cae en la triste categoría de “señor”, como antes. Ahora se desploma en la condición de ‘caballero’, apelativo de última moda, usado para dirigirse a un don nadie. El título de ‘caballero’ es el grado sumo de lobería. Amigo lo noto extraño. Usted no es así.
No, yo no era así. Ahora sí quiero ser lagarto. Tengo cierta añoranza de cuando me trataban como ‘doctor’, de que me vuelvan a abrir las puertas, recibir sonrisas de las jovencitas, oír el saludo de todos, aunque no recuerde el nombre o la cara de ninguno. ¡Qué felicidad que siempre tenga la mesa reservada! ¡Qué delicia hablar tonterías en todas las reuniones sociales! Usted exagera, Sauro, no lo reconozco.
Pues espere y verá que no me va a reconocer. Oiga bien, pienso dejar mi aislamiento que he adoptado, como de anacoreta, para leer y dedicarme a hobbies inútiles y costosos. Nadie los aprecia. Voy a tomar el riesgo de salir a la calle. Tengo que comprar ropa de marca, es decir, de la chiveada que venden en el centro. Nadie se da cuenta de si es original y, finalmente, la usa la mitad de los que asisten a los eventos sociales. Con eso tendré entrada a todo. No me mirarán mal, ni siquiera en los velorios y entierros, que son de entrada gratis, en donde uno se codea con “todo Bogotá”.
¿No se había dado cuenta de lo que uno se pierde cuando se hace el difícil, el austero, el que a nadie le debe nada? Es mejor agachar la cerviz todos los días que vivir y morir de pie, pues acabará pobre y honrado, nadie lo aprecia. Yo quiero ser lagarto.