La ciudad de Quito se preció, en tiempos pasados, de ser admirada por poseer alcaldes ejemplares, honestos, dignos, trabajadores, con escasas excepciones y, sobre todo, amantes de la ciudad. Podría mencionar muchos nombres con el riesgo de omitir a alguno injustamente.
Unos más y otros menos, todos cristalizaron obras imperecederas como la creación de escuelas y colegios municipales, la construcción de los túneles de San Juan y de San Roque, el mejoramiento del transporte público con el trolebús y los buses articulados, el ordenamiento y restauración del centro y de edificios históricos y tradicionales, el desalojo de desordenadas ventas informales que atestaban las estrechas calles y plazas de nuestra franciscana ciudad, la construcción del Túnel Guayasamín, del Aeropuerto de Tababela, el mejoramiento de la salubridad con la ampliación de la captación y distribución del agua; realizaciones que constituyeron, entre muchas otras, los frutos de gestiones planificadas técnicamente, ordenadas para beneficio público y social, a diferencia del abuso y de la deshonestidad que caracterizan a la oprobiosa performance del alcalde engrilletado.
Encomiable función cumplían los planificadores y urbanizadores del municipio, animados siempre del sincero afán de embellecer y de hacer funcional a la urbe.
Llegaron nuevos administradores a los aposentos municipales y han extendido mantos obscuros de postración y vergüenza con los que ocultan el prestigio alcanzado por sus antecesores; han primado sus compromisos políticos partidistas y la desbordante codicia en ese afán irrefrenable de enriquecerse a toda costa mediante contratos de toda índole inflados con coimas y con deshonra. Pero nunca antes la afrenta hirió tanto a nuestra ciudad y a los ciudadanos como lo ha hecho el inestable alcalde actual que se enorgullece de portar un grillete para evitar su posible fuga.
Han proliferado acciones reprochables y contubernios obscuros entre la primera autoridad municipal, algunos concejales y unos poderosos constructores que desde tiempo atrás han invadido estructuras administrativas del ayuntamiento para sobornar a funcionarios por los permisos de utilización de terrenos, para hacerlos cambiar ordenanzas y reglamentos, que regulan la extensión y altura de las construcciones para respetar el medio ambiente y la armonía. Estos depredadores urbanos sustentan su acción destructora con falsedades y engaños, ofrecen beneficiar a la comunidad, cuando en realidad la enclaustran en enormes moles de cemento que reemplazan al verdor purificador, destruyen el paisaje, ahuyentan a la fauna natural, silencian y aniquilan el canto alegre y los vivos colores de pájaros a cambio de incrementar sus insaciables fortunas. ¿Volverá la honestidad al palacio municipal? ¿frenarán tanta ignominia un nuevo alcalde y los pocos concejales honestos?