Punto de quiebre
Los resultados de las elecciones celebradas en el Viejo Continente, de las que salieron elegidos quienes actuarán como parlamentarios europeos durante los siguientes cuatro años, han sido la constatación palpable de cómo las crisis pasan factura a la política.
En última instancia, al menos en tres países: Francia, Inglaterra y España, los populismos de diverso signo han sido los virtuales ganadores de unos comicios en los que las cifras de desempleo, el cierre de empresas, el debate sobre las políticas migratorias han marcado la agenda del debate. La insatisfacción con la situación imperante ha permitido avanzar en España al movimiento Podemos, mientras que el partido gobernante ha sufrido un retroceso y la baja votación del PSOE ha puesto sobre la mesa la necesidad de la renovación de su dirigencia. En Francia, la hija del fundador del Frente Nacional, Marine Le Pen, se ha alzado con la victoria y, de su parte, un buen número de británicos ha respaldado al líder del partido UKIP, Nigel Farage, abiertamente contrario a la Unión Europea, un político caracterizado por sus declaraciones realizadas con muy poco tino, pero que impactan en buena parte del electorado. El éxito de quienes han sido críticos con el proceso de integración y las políticas emanadas de Bruselas no son sino el reflejo del malestar de los electores con una institucionalidad que, a su modo de ver, no ha podido encontrar soluciones a los distintos y difíciles problemas a los que se ven enfrentados.
Después de la Segunda Guerra Mundial, Europa se dedicó a la tarea de la reconstrucción. Puso las bases del denominado “estado de bienestar” para enfrentar las amenazas provenientes del entonces Estado soviético. Los europeos, desde esa época hasta el estallido de la última crisis, se acostumbraron a vivir bajo un esquema que consideraban perfecto. Los estados brindaban grandes subsidios principalmente a los productores agrícolas. En algunos países se redujeron las horas de trabajo y se crearon beneficios que no existían en otras partes del orbe. Todo ello hizo que su competitividad se fuera deteriorando.
Lo anterior conllevó a que, desatada la crisis, los Estados debiesen realizar ajustes insospechados, algo impensable en sociedades que se habían acostumbrado a un elevado nivel de vida y que, de la noche a la mañana, se encontraron en una situación para ellos inconcebible.
La desazón brotó, las calles de algunos países de Europa se llenaron de protestas y cayeron algunos gobiernos. Ahora fue el turno del Parlamento Europeo, institución a la que le ven ligada a las decisiones adoptadas por el Banco Central Europeo.
Con todo esto, ¿cuál será el futuro de la Unión Europea? ¿Resistirá el embate de sus detractores? Resulta difícil pensar que el fraccionamiento y la atención a sus agendas nacionales sea el camino que resuelva los problemas de los miembros de la Unión. Su dispersión los volverá más frágiles, en un escenario cada vez más dominado por actores globales de envergadura. No parece buena idea actuar al margen del mundo real.