En nuestros países, durante décadas influenciados por teorías que siempre han condenado la superación individual, lo privado es satanizado. Así no se lo diga de frente, para el gran público tener éxito es una afrenta. No se analiza si ese éxito se debe al esfuerzo, a la conducta austera, a que se hayan tomado precauciones para los tiempos difíciles mientras otros no se percataban de lo que sucedía a su alrededor. De ninguna manera. En sociedades empobrecidas, el que posee más que el otro en el argot popular no es sino un explotador, al que hay que exprimir para materializar la justicia, siempre bajo la premisa que su bienestar es producto de haber perjudicado al resto. Esta idea que subyace en gran parte de la conciencia colectiva sirve para que, de cuando en cuando, las sociedades apoyen las políticas que buscan debilitar lo privado. Allí aparece como panacea lo público. Como en teoría los bienes del Estado pertenecen a todos los ciudadanos y, en esencia, con la prevalencia de lo público a la final desaparecería esa odiosa discriminación en la tenencia de bienes, se vuelve atractivo y por supuesto más progresista apoyar los estatismos, que supuestamente realizan la justicia social.
Quienes apoyan estas tesis no perciben que lo público también es administrado por individuos de carne y hueso, con similares ambiciones, sueños y contradicciones que cualquiera del común de los mortales y, por supuesto, con sus propios intereses. Si lo público prevalece por sobre lo privado la hegemonía total será siempre del que detente el poder político, que con todas las herramientas a mano tratará de imponer su voluntad sobre el resto. En cambio, si existe fortaleza de lo privado no puede existir una voluntad única que se imponga sobre los demás. Si se presentan distorsiones, para ello hay que construir una autoridad controladora legítima que evite los excesos.
Al privilegiar lo privado no existe una verdad única, ni en el escenario se escuchará exclusivamente la política oficial. Cuantas voces se propongan pueden relatar sus experiencias y exponer sus criterios, aún no unánimes, que permitan encontrar una oferta de respuestas a las dificultades del día a día. Totalmente distinto a que se imponga un ‘dirigismo’ estatal que considere que tiene solución a todo, para después de décadas verificar que sus tesis no sirven ni en su propia localidad.
El mundo ha cambiado lo suficiente como para creer en recetas milagrosas que saquen a los pueblos de su postración. Solo la confluencia de distintos sectores a favor de un propósito común puede combatir la pobreza y el atraso. No hay teorías iluminadas ni revelaciones que logren cambiar de un soplo la realidad. Únicamente con políticas virtuosas y permanentes se obtendrán resultados concretos. Lo otro solo es discurso, para seguir en lo mismo: aprovechar lo público para satisfacer intereses que no son de la mayoría.