El Ecuador, como buena parte de América Latina, vive anclado en la convicción de la legitimidad de la propiedad privada. Pobres y ricos, grandes y chicos, comparten la creencia de que lo propio es intocable, y aquello de que “lo que dejo es para el futuro de mis hijos”.
Hay una innegable dimensión cultural y moral en conceptos que rebasan lo económico. Eso quedó de manifiesto en las últimas semanas. Quedó en evidencia, además, que la ideología y el discurso tienen límites, que la sociedad civil existe, que tiene aún fuerte personalidad y que existen temas en los que la política no puede incursionar sin provocar tormentas.
El tema no se contrae, pues, a saber si hay los votos necesarios para aprobar una ley. No es un tema puramente legal, ni el asunto se reduce a lo tributario. El tema va más allá. El anuncio pinchó una fibra muy sensible.
El anuncio despertó angustias y dudas de todo género, y reafirmó la convicción, quizá soterrada, pero innegable, de que la propiedad además de ser un valor social muy fuerte, la gente la asocia con la libertad.
La pasión por el progreso individual y familiar está extendida, rebasa a las clases sociales y las une, en contra de todo lo que podría creerse.
Lo que asustó, más allá de la cuantía de los impuestos, es la tesis de que “la herencia es derecho del Estado”. Lo que alarmó es esa especie de confiscación ideológica que contiene las tesis que se expresaron para justificar los proyectos. Y esto se vinculó con las recientes medidas que afectaron a los fondos de pensiones.
La clase media se sintió aludida, y advirtió que sus espacios de autonomía iban a reducirse, y que el ahorro -otro valor que el hombre común defiende a rajatabla- estaba en riesgo, porque, en definitiva, la herencia es acumulación que proviene del ahorro.
Así pues, los proyectos de ley sirvieron de catalizador para medir algunos valores en torno a los cuales gira la sociedad ecuatoriana. Y la verdad es que esta sociedad no es socialista.
La gente de a pie -el trabajador, el taxista, el empleado- creen en el ahorro y en la acumulación para proteger a su familia; todos aspiran, si no a ser ricos, al menos a crecer, prosperar, cambiar de casa, educar a los hijos en la mejor universidad, ampliar el negocio, etc.
Una encuesta decidora, y aleccionadora, sería la que pregunte aspectos como los siguientes: ¿quién no quiere ser rico?, y ¿quién votaría por impuestos altos, quien renunciaría al éxito?, ¿quién le apostaría al Estado y no a la familia?
Las leyes, además de soporte ideológico y aval político, necesitan traducir los valores sociales y hacer posible la convivencia, moderando los excesos, pero no transformando el patrimonio privado en “derecho del Estado”. Ahí está el detalle.