Se agotó. La dinámica de una economía sustentada en el petróleo y el alto gasto público permitió construir un estado de propaganda.
Se combatió con rigor la opinión libre. Se la acogotó, se la persiguió, se logró suprimir de las pantallas de la televisión varios programas críticos y se anuló a los periodistas que los conducían.
Con dos años y medio de una Ley de Comunicación que busca controlar y sancionar al ejercicio del periodismo libre y a la prensa independiente, el objetivo político de demolición no se cumplió, aunque hay que reconocer que el aparato siniestro de demolición casi logra su objetivo.
En las últimas semanas vemos arrinconados contra la pared a dos medios, una radio de AM en Quito y un canal en Loja, con pretextos administrativos o argumentos tecnológicos. Lo que más importa de esos medios es su indomable actitud por ejercer el periodismo crítico.
Para los medios de comunicación que se reclaman independientes, para el periodismo de empresa privada que se mantiene en pie de lucha reivindicando la razón de ser del periodismo libre los tiempos no han sido los mejores. Distintos cierres de medios, recortes de personal, una ‘guerra planetaria’ para imponer desde el poder la lógica del ‘servicio público’ que esconde en realidad el ‘servicio’ al poder de turno.
Todo aquel que haya sido crítico ha salido en las sabatinas. Vilipendiado, señalado, criticado sin opción de réplica.
Los políticos opositores no tienen espacios en los medios controlados por el Gobierno. No son medios públicos -es una farsa- puesto que en tanto públicos debieran pertenecer a toda la sociedad y ser plurales y abiertos, como ocurre en Japón, Alemania o España. En este teatro montado a nombre de la ruptura del estado de opinión solo tienen cabida los obsecuentes. La oposición ni los independientes tienen cabida ni aire para respirar.
Hay un concepto vertical. Un sistema de poder concentrado que reniega de una República con pesos y contrapesos. Es un poder total que protege a los coidearios y los blinda y que intenta destruir o condenar al silencio -que es peor- toda disidencia, toda discrepancia y peor toda crítica.
Que les pregunten a los legisladores disidentes cuál fue el costo de retar a esa ‘obediencia debida’, como los militares que no son deliberantes. Aquí, en este modelo excluyente los militantes deben obedientes, nunca deliberantes.
Pero como la máquina de generar dinero aceitada con oro negro ya no funciona, el cuento se agota. Poco falta para asistir al final del estado de propaganda, de contradicciones, de discursos de izquierda y revolución y derroteros neoliberales.
Pronto los sacerdotes del estado de propaganda se las verán con el fin de ciclo. Entonces pondrán pies en polvorosa y, como sucede en cualquier estado de derecho, tendrán que responder por tantos años de insultos, mentiras oficiales, diatribas maquilladas en réplicas y cadenas.