La etapa, que parece estar concluyendo, de dominio absoluto de Rafael Correa en la política de la última década, trae a la discusión muchos temas, de distinta importancia, en donde los relacionados con la institucionalidad del país son los prioritarios. La concentración de poder invadió a las otras funciones del Estado o fueron cooptadas, como el Consejo de Participación Ciudadana, que se convirtió en una agencia para nombrar a los funcionarios de control que quería el Ejecutivo. La falta de independencia de los órganos de control y en la administración de justicia son innegables y se confirman cuando más y más pruebas se publican. El “chucky seven” contra El Universo fue el más aberrante.
La concentración de poder conduce, siempre, a la intención de perpetuarse. A eso se dio paso cuando la Asamblea aprobó mediante trámite irregular y tramposo las reformas constitucionales que convirtieron el derecho a la comunicación y libertad de expresión en servicio público, disminuyeron atribuciones a la Contraloría y consagraron la reelección indefinida para los dignatarios de elección popular. Como consecuencia de este acaparamiento de funciones, la corrupción se ha entronizado. No es episódica como sostienen personeros del gobierno anterior, le están haciendo con su actitud un flaco favor a Alianza País. La percepción de la gente es que están encubriendo a los ladrones y las proclamas de honradez pierden credibilidad. No existe la más elemental sensibilidad, confundiendo lealtad con encubrimiento y perjudicando la imagen y la gestión que dicen defender.
Urgen reformas que devuelvan la independencia a las funciones del Estado. No parece existir otro camino que un referéndum en el que se consulten textos precisos que al ser aprobados se publiquen en el Registro Oficial y entren en vigencia inmediata. Uno de esos es el de la reelección, que ahora puede ser indefinida. Siempre ha sido discutible que haya posibilidad de reelección. Un Presidente, Prefecto o Alcalde en ejercicio, hace inequitativa la campaña frente a sus rivales. Y, lo que es más grave, adoptan medidas populistas, muchas veces irresponsables, y dejan de asumir acciones que pueden perjudicarles electoralmente, por necesarias que sean. Labran así su reelección, inmediata o no.
Es cierto que cuatro años es un período muy corto, más en un país en donde el complejo refundacional ignora las políticas de Estado. Puede ser una solución que el Presidente sea electo por seis años y no pueda ser reelegido. Tendría tiempo suficiente para un ejercicio serio, responsable y no demagógico. Estaría alejado de las humanas tentaciones de reelegirse, que quitan objetividad y seriedad a la gestión. Daría todo de sí para una gestión trascendente, en su única oportunidad. Un Presidente sin reelección posible podría gobernar como estadista.
Columnista invitado