Una amable matrona me preguntó hace algún tiempo cómo podía saber si una novela de moda es una gran obra literaria. Adoptando el tono que solemos usar para decir lo obvio, traté de salir de una conversación tan baladí respondiendo que se trata de la calidad; pero la amable matrona me preguntó enseguida qué es la calidad, y me sentí forzado a admitir que las preguntas más serias son precisamente las preguntas ingenuas, esas que fundaron la filosofía, por ejemplo, o las preguntas kantianas también, y sobre todo las increíbles preguntas de los niños… y las amables matronas.
Vislumbrando aterrado la proximidad de un problema de estética literaria (¡y pensar que batallé con problemas de esa clase durante cuarenta años de docencia!), me pareció una buena salida remitirme a dos ilustres opiniones, y cité: Paul Valéry, el gran poeta del “Cementerio marino”, dice en Tel Quel: “El valor de las obras del ser humano nunca reside en ellas mismas, sino en los desarrollos que reciben de los otros y de las circunstancias ulteriores”. Y Thomas Mann, el gran novelista de “La montaña mágica”, dice en “Muerte en Venecia”: “Para que cualquier creación espiritual produzca rápidamente una impresión extraña y profunda, es preciso que exista un secreto parentesco y hasta identidad entre el carácter personal del autor y el carácter general de su generación.”
Agregué que, a primera vista, los dos autores vinculan el valor de una obra con la recepción que le otorgan, bien sea sus contemporáneos, bien las generaciones posteriores. No obstante, continué, creo percibir entre los dos una sutil diferencia: para el poeta francés, el valor de una obra nace de una actividad posterior a su creación; una actividad propia de quienes reciben la obra, la valoran y la desarrollan; para el novelista alemán, no es precisa ninguna actividad: se trata solamente de un “parentesco”, una “identidad”, una afinidad entre la obra y sus receptores.
Y enseguida, ya arrebatado por mis ínfulas profesorales, añadí que las ideas de estos grandes escritores son también complementarias: una afinidad perfectamente atribuible al clima cultural de una determinada sociedad en una época concreta, puede crear ese “parentesco” del que habla Mann; y es ese parentesco el que a veces permite que los receptores de una obra la valoren y desarrollen después. Y para rematar mi sabia disertación, pasé al ejemplo inclinándome hacia Valéry: Don Quijote no vale por sí mismo; vale por lo que sus lectores van descubriendo en él. Solo que, en este caso, los lectores hemos ido descubriendo nuevos significados desde hace cuatrocientos años, y aún no hemos terminado. Lo que hasta hoy se ha escrito sobre el Quijote sobrepasa con mucho la extensión misma de la obra. Y así llegué al gran final: “eso es la calidad literaria”.
La matrona me miró largo rato y se retiró en silencio. La pedantería es la peor respuesta a las preguntas ingenuas.
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