Quienes vivimos en Latinoamérica hemos sido testigos de años marcados por el malestar social y por una elevada inestabilidad económica y política que parece no dar tregua. La Unesco y Unicef señalaron que, a pesar de los avances, la región no alcanzará las metas de educación de la Agenda 2030. En el ámbito laboral, la OIT advirtió que a pesar de que la tasa de desocupación bajó hasta el 7,9 % en el primer trimestre de 2022, la mayoría de los empleos recuperados están en condiciones de informalidad; y la Cepal mencionó que la tasa de pobreza extrema en la región subirá de 13,8 % en 2021 a 14,9 % en 2022.
Algunas organizaciones enfocadas en el cuidado del medioambiente también reportaron que en 2021 la deforestación en la selva amazónica se duplicó en comparación con la media de 2009-2018, alcanzando su nivel más alto desde 2009 y perdiendo una superficie de bosque de 12.000 kilómetros cuadrados, un 22 % más que en 2020.
Lo anterior tiene consecuencias sobre las dinámicas de consumo y el poder adquisitivo de las personas, impacta en la seguridad alimentaria, amplía brechas de acceso y dificulta una distribución más homogénea de los recursos que nos permita reducir los indicadores de Gini. ¿Desalentador?. Pero vuelvo al inicio: en Latinoamérica, a diferencia de otras regiones, hemos vivido este malestar por décadas. Ello nos ha forjado un carácter recursivo y cooperante.
Lo dijo mi socio José Antonio Llorente: “Si Europa y España se sienten hoy sumidas en una forma de incertidumbre nueva y más compleja, América Latina ha aprendido no solo a convivir con la incertidumbre, sino a incorporarla a sus análisis y estrategias. Son muchas las lecciones que los españoles y los europeos podemos aprender de ella.” Y creo que en efecto es así, y debemos ser generosos compartiendo al mundo conocimiento sobre cómo gestionar contextos adversos. Necesitamos entender y transitar la incertidumbre. Un reto que supone una oportunidad para la búsqueda de soluciones que nos permitan salir fortalecidos.