Somos políticamente correctos. No hay duda. Tanto, que estamos cambiando no solo el país sino el mundo y mejor, el universo. Vivimos una revolución (reemplazando la palabra “gobierno” por un eslogan publicitario); somos izquierdosos (que no es lo mismo que de izquierda); anti taurinos (porque eso es estar contra los rezagos oligárquicos que no son otra cosa que residuos de clase media alta tirando a media baja); super tolerantes (tanto que nos encantan las bodas gay aunque no sean tan gay); militamos por la soberanía del cuerpo (entonces apoyamos el aborto con la misma vehemencia que defendemos al pobre toro); somos tan verdes que apostamos por el Yasuní (aunque el ITT sea solo un 10 % del parque pero queremos creer que se trata de salvar el mundo y que nuestra selva es más grande que las de Brasil y Perú juntas); somos tan participativos que queremos gastarnos plata en hacer consultas populares acerca de cosas en las que evidentemente estaremos de acuerdo (como en querer una justicia justa aunque el proceso signifique ir en contra de la mismísima Constitución aprobada en consulta popular aunque la mayoría ni la hayamos leído entera ni entendamos sus artículos); somos tan incorruptibles que incautamos revistas aduciendo mínimas -y supuestas- deudas con el Estado (pero dejamos libres a quienes se comen cheques con muchos ceros a la derecha).
Sí. Somos muy políticamente correctos. Hablamos de todos y todas, niños y niñas, compañeros y compañeras (aunque tengamos altísimos índices de violencia intrafamiliar, de machismo y de denuncias en las comisarías de la mujer). Por supuesto, somos anti gringos imperialistas aunque tengamos estrechas relaciones económicas con ellos. Somos tan políticamente correctos que tenemos la obligación de odiar a la prensa corrupta porque representa a los grandes intereses de las oligarquías pero nos encanta salir en los medios; odiamos a las transnacionales petroleras aunque casa adentro lo hagamos tan mal o peor que ellas; somos indigenistas pero preferimos mostrarlos como exóticos y emplumados en foros internacionales y acusarlos de “ponchos dorados” cuando están en puestos altos como si no tuvieran derecho a ello. Somos tan políticamente correctos, participativos, revolucionarios, preocupados del ambiente, al menos en la retórica, que casi nos lo creemos. Y si hay alguien que no sea muy políticamente correcto (digamos, irreverente), seguro, le tachamos de sinverguenza, mal amigo, traidor o simplemente lo marginamos, le hacemos la ley del hielo, le cerramos las puertas. Tal vez debamos empezar a darle valor a nuestra retórica y no solo parecer políticamente correctos sino serlo. Entre el deber ser y el ser, nos queda aún mucho camino por recorrer.