Los candidatos comienzan a utilizar el recurso del miedo en sus campañas electorales para tratar de restarle votos a sus contrincantes o ganar el de los indecisos que, según las últimas encuestas disponibles, aún supera el 40% de los consultados.
Con sus discursos, los postulantes tratan de apelar a las emociones y sentimientos, más que a la razón, o al debate de planes o propuestas de Gobierno.
Han dicho, por ejemplo, que los funcionarios públicos van a perder el empleo si llega a ganar uno u otro candidato. Que el cambio es malo porque volver al pasado significaría la paralización de obra pública como la construcción de carreteras, la entrega de bonos, la atención a personas damnificadas, el seguro social a las trabajadoras del hogar.
También que si un candidato vence en los comicios implementará más impuestos, endeudará al país o permitirá que la corrupción se multiplique.
Ese recurso discursivo resulta peligroso para la sociedad porque aumenta el miedo social que ya existe, las frustraciones de las personas, los problemas que encarnan.
Es un límite para la democracia porque polariza posiciones y no permite que haya un debate de ideas. Además hay un riesgo que puede ser incluso mayor cuando pase la campaña electoral.
Esa estrategia puede convertirse en una política de Gobierno y ser usada como una herramienta de control social, de intimidación para validar un proyecto, una ley o una medida con impacto social.
Apelar al miedo puede que sea rentable desde la perspectiva electoral, pero resulta siempre irresponsable. Los candidatos deberían tomarlo en cuenta a la hora de plantear sus estrategias de campaña.
A los electores solamente les queda ser críticos frente a esas estrategias, informarse, trascender el discurso momentáneo de los candidatos y exigirles profundidad, detalle, explicaciones de las propuestas para tomar una decisión de voto consciente.